domingo, 18 de marzo de 2012

Trilogía de Varanasi: día


Mis ojos acostumbrados a la tenue luz del amanecer se van acostumbrando ante la lenta salida del sol, y mientras la bruma sobre el río se disipa poco a poco, los tonos apagados de los saris empapados explotan en una miríada multicolor aplaudiendo su regreso. Los rayos reptan sobre el río hasta alcanzar a la multitud que, fervorosamente, derrama agua agradeciendo la renovación de la vida.

Un nuevo día comienza en Varanasi.

Los ghats se van llenando de gente que sube y baja las escalinatas mientras los oferentes se van sustituyendo poco a poco por los que acuden a sus quehaceres diarios. El jabón inunda las riberas y grandes manchas repletas de pompas son arrastradas por la corriente entre guirnaldas de flores y velas encendidas. El ruido de la multitud se percibe desde la barca en la que recorro el río apagando el rítmico golpear de los remos de mi bote.

Mis ojos se mueven incansables incapaces de posarse en un solo punto. Bajo el sol los palacios que flanquean el río lucen ahora en todo su esplendor. Los distintos Rajás de toda la India compitieron aquí por construir moradas dignas de su rango y que a la vez mostrara a todos su poder y espiritualidad. El contraste entre los palacio-fortaleza y la gente que baja al río muestra claramente dos mundos bien diferenciados. Las inmensas murallas y los elevados torreones mantienen alejados del olfato de sus señores a unos súbditos necesarios pero lejanos. Cielo y tierra. Poder y servidumbre.

Desde mi barca diviso ghats llenos de sábanas y telas secando al sol tras ser golpeados en las rocas de la orilla por esforzados lavanderos que, entre basuras, apalean con garrotes improvisados la ropa de los hoteles que se asoman entre los templos y palacios. Alrededor de ellas los niños corren persiguiéndose bajo los gritos de vigilantes que intentan que no las pisen en un batallar inútil tan viejo como el Ganges.

Le pido a mi remero que se acerque a la orilla cuando nos acercamos a la zona de los crematorios, pero con un gesto de la cabeza me indica que eso no es correcto y que debe mantener una distancia de respeto. Asiento con la cabeza comprendiendo y me resigno a divisarlo desde la lejanía. A pesar de ello se acerca un poco más y puedo distinguir las piras entre enormes pilas de maderas. El teleobjetivo me permite acercarme aún más a los fuegos y observar la rutina de los enterradores, que alimentan las piras con parsimonia.

Las barcas inundan ya el río y mi viaje por él llega a su fin. Desembarco en uno de los ghats y tras pagarle a mi anfitrión más de lo que inicialmente me pidió, me despide juntando las manos y deseándome un feliz día.

Un tuk-tuk me lleva ahora a la zona de la Universidad Hindú de Varanasi. Sus grandes avenidas arboladas al estilo occidental me recuerdan el pasado británico de la India. Los edificios que las flanquean no desentonarían en ninguna ciudad europea y casi espero ver salir por sus escalinatas neoclásicas a los estudiantes uniformados ahora de vacaciones.

Me detengo en el Nuevo Templo de Vishwanath, de un blanco y rosa de dudoso gusto pero abierto a todos los visitantes. Mientras avanzo por la entrada y atravieso la cancela, diviso a unos militares que se dirigen a rezar. Sus manos entrelazadas como si fueran pareja arrancan una sonrisa en mi cara por lo extraño de la imagen para nuestra mentalidad y los sigo hasta el interior. Descalzo por el frío suelo de mármol recorro las estancias observando a los creyentes y salgo a los jardines que lo rodean donde gran número de personas rezan en silencio. Es mediodía y el frescor de los árboles invita a la meditación.

Mi siguiente parada es el templo de Bharat Mata, el templo de la Madre India, donde un inmenso mapa en relieve de mármol blanco sumido en la penumbra permite contemplar la inmensidad del subcontinente Indio y los espectaculares Himalayas bajo la atenta mirada de Ghandi.

Quedan pocas horas de sol y decido alquilar un coche para encaminarme hacia Sharnat, una pequeña población a 10 kilómetros de Varanasi y donde Buda dio su primer sermón tras alcanzar la iluminación. Allí existió un complejo budista construido por Asoka en el siglo III a.C. que fue destruido por las invasiones musulmanes. Los británicos lo redescubrieron en el S. XIX y sus ruinas de pueden contemplar imaginando su pasado esplendor. Es uno de los cuatro lugares que todo budista que quiera seguir la ruta del príncipe Siddharta debe visitar.

Queda poco que ver y ahora es sólo una pradera verde con las ruinas del complejo y una inmensa stupa de 100 metros de altura que los fieles recorren incansablemente a su alrededor, siempre en la misma dirección. En los alrededores, maestros budistas imparten sus enseñanzas a un público atento mientras muchos monjes pasean y hablan bajo los árboles.

Uno de ellos se me acercó y sacando su cámara compacta me pidió que le inmortalizara en aquel lugar. Tras hacerlo se ofreció a hacer lo propio conmigo. Cogió mi cámara y empezó a observar el objetivo preguntándome sobre él mientras lo manipulaba con admiración. Estuvimos hablando un rato de fotografía y me hizo posar en el mismo lugar en el que antes yo le había sacado la foto. A partir de ahí se sucedió una serie de fotografías que me hizo sentir ser un famoso frente a los papparazzi. Disfrutaba tanto haciendo las fotografías que me vi incapaz de interrumpirle y le dejé que casi me llenara la memoria y agotara la batería. Con una gran inclinación y un saludo sincero se despidió al fin bendiciéndome y deseándome un feliz viaje. Lo seguí con la mirada y lo vi perderse entre los árboles con su pequeña cámara en la mano mientras pensaba quien de los dos disfrutaba más la vida.

Agotado y ya anocheciendo, regresé a Varanasi donde contraté en el hotel un masaje que curase mi cansancio y calmase los gritos de mis maltrechos músculos. Bajo sus manos hábiles mi cuerpo empezó a reaccionar de nuevo. Al terminar me hizo pasar a una ducha, donde con una pastilla de jabón escasa, pude eliminar la capa de aceite que me envolvía. Se quedó mirándome a corta distancia mientras yo, desnudo, me duchaba incómodo bajo una penetrante mirada que me recorría el cuerpo.

Después de cenar y ya a punto de acostarme me conecté a uno de los ordenadores del hotel para mirar mi correo que hacía varios días que me esperaba. Y uno de esos correos marcó mi último día en Varanasi, permitiéndome vivir una historia que nunca olvidaré.