domingo, 24 de julio de 2011

Vacaciones


Han pasado nueve meses desde que me fui a Vietnam y ya estamos de nuevo en un ciclo vacacional. Este año mi situación económica no me permite realizar ningún viaje a algún lugar remoto o exótico y me tengo que conformar con acercarme a una playa del litoral mediterraneo y compartir el apartamento con mis padres. No es mi sueño de unas vacaciones pero no me quejo. Llevo quince años viajando por todo el mundo y me considero un privilegiado por haber podido gozar de esas experiencias.

Este año disfrutaré de la tranquilidad de una playa familiar no excesivamente masificada, y quemaré el estrés bajo un sol tórrido léjos de los trópicos. Este año hablaré en vacaciones mi idioma y no tendré que esforzarme por hacerme comprender en un pobre inglés con acento peninsular. Este año me sentaré a tomar unas cervezas al atardecer y dejaré que el tiempo transcurra ajeno a mi ansiedad. Este año dormiré arrullado por el mar y mecido por un viento que acaricie mi piel.

Me esperan algunos amigos de mi infancia con quienes ya no necesito ocultar que soy gay. A lo largo del año anterior fui saliendo del armario con ellos, uno a uno, hasta terminar con Stella los últimos días del verano pasado. Todos se lo tomaron bien y este año podré mirar a un chico sin que nadie se extrañe. Al menos eso espero, porque una cosa es saber que un amigo tuyo es gay y otra verle acaramelado o besando a otro hombre. Porque confío en que ocurra. Espero poder conocer a algún chico que por unos días me robe los suspiros y de alas a mis sueños.

Nunca he tenido un romance de verano. La creencia en mi heterosexualidad me hurtó el amor en mi juventud y me dejó huérfano de sentimientos. Hubo chicas con las que estuve y con las que incluso compartí momentos íntimos, pero nunca sentí nada más por ellas que la sensación de una presión social que me empujaba a una situación en la que no me encontraba cómodo pero de la que no podía escapar. Por eso me gustaría que un chico me hiciese perder la respiración aunque sólo fuese unos días. Por eso me gustaría esperar su sonrisa y perderme en su mirada. Por eso me gustaría una caricia indisimulada y una mano en mi cintura. Por eso me gustaría reclinar mi cabeza en su hombro y bailar sin música al amanecer. Se que es mucho esperar, pero no más de lo que ya llevo esperando en mi vida.

Además tendrá que ser un amor platónico porque todavía no estoy recuperado de la operación y el sexo no es posible, al menos de momento. Los medicamentos hacen poco a poco su efecto y la infección remite lentamente, a su ritmo cansino y exasperante. ¿Pero que mejor medicina existe que unos besos furtivos que no piden más que la calidez del afecto? ¿Qué mejor remedio que esperar que llegue el nuevo día para verle de nuevo y sin embargo desear que no acabe el actual para no permitirle separarse de mi?

Quedan ya sólo unas horas y estoy empaquetando todo lo que me quiero llevar: ilusiones, afanes, esperanzas, deseos, pasiones y anhelos. Son todos muy grandes, pero caben en un espacio muy pequeño. Me gusta viajar ligero y dejar tras de mi el pesado fardo de la realidad, aunque mi vida siempre encuentra la forma de encaramarse sobre mis hombros y recordarme entre susurros, que aunque quiera nunca la podré olvidar.

Ahora me voy, pero me llevo un poco de vosotros. Volveré. En un mes. En un suspiro.

domingo, 17 de julio de 2011

Infección


Hoy hace 19 días de mi operación de circuncisión.

Según me habían dicho repetidas veces, la recuperación y cicatrización llevaría unos 20 días, con una posible cuarta semana que en la que debería abstenerme de tener relaciones sexuales para terminar de asegurarme de que la cicatrización era perfecta y que no iba a haber complicaciones. Pero sí las ha habido, se ha infectado.

El día de la operación y mientras regresaba a casa empecé a notar molestias y un dolor creciente. La anestesia desapareció en muy poco rato y no me dio ni tiempo a llegar a casa. Hice parar al taxi en una farmacia y compré un calmante por si el dolor iba a más. Sólo tuve que tomar uno, pues a partir de ahí tuve molestias pero pude pasar sin tomar medicación.

Al día siguiente acudí a mi centro de salud para realizar la primera cura con la enfermera de mi médico de cabecera. Allí, tras retirar la vena compresiva, vi por primera vez el resultado de la operación. Una cicatriz rodeaba un pene hinchado y dolorido que se mantenía sujeto por una docena de puntos. Y en la zona del frenillo una costra negra que lo recubría todo.

La sensibilidad en el glande era extrema y tras hacerme una cura con betadine la enfermera me puso una gasa alrededor para que amortiguase el rozamiento contra la ropa. Me aconsejó que lo llevase hacia arriba para favorecer el drenaje e impedir el sangrado, y que me cambiara las gasas cuando viese que se empapaban. Si sangraba mucho, los primeros días debía presionar la zona durante cinco minutos hasta que dejara de hacerlo, y si no se cortaba la hemorragia acudir a urgencias. Me dieron la baja laboral y me dijo que a partir de ese momento me hiciese las curas yo mismo en casa. Pasé ese fin de semana leyendo las noticias sobre el Orgullo en Madrid y cambiando gasas sanguinolentas.

El lunes acudí de nuevo a la consulta de mi médico de cabecera para renovar la baja y me encontré que se había ido de vacaciones. Y con él su enfermera. Una sustituta me atendió y sin preguntar nada ni comprobar mi estado me renovó los papeles por una semana.

Seguí cambiando las gasas pero con el problema de que la sangre y el betadine se pegaban a ellas y al despegarlas me llevaba partes de la costra. Era como arrancarme la piel a tiras, pero sin poder quejarme, pues me lo hacía yo mismo. Y cada vez volvía a sangrar de nuevo. Ponía de nuevo betadine y vuelta a empezar. A mitad de semana empecé ya a pensar que algo no iba bien porque ese círculo vicioso no podía ser bueno.

El viernes 8 me llamaron mis compañeros de trabajo para ir a cenar y tomar una copa. Después de más de una semana encerrado en casa tenía unas ganas locas de salir y accedí, pues íbamos a estar sentados en un restaurante y sin movernos. Pero al retirarme en el restaurante la gasa para orinar hacia el final de la cena, la gasa arrastró la costra completa que cubría el frenillo y empecé a sangrar abundantemente. Corté la hemorragia como pude y regresé a la mesa para los postres. El alcohol es un buen anestesiante.

Durante el fin de semana me estuve observando la zona del frenillo, ahora descubierta de toda protección natural. Estaba muy tierna y de nuevo los cambios de gasas la hacían sangrar abundantemente. El resto de la cicatriz que rodeaba al glande estaba ya empezando a soldar excepto la zona a la derecha del frenillo en la que no se veía ninguna mejoría y que evidentemente no estaba cicatrizando.

Este lunes pasado tenía de nuevo consulta con mi médico de cabecera y me acerqué hasta allí. Mi médico seguía de vacaciones y la sustituta me atendió de nuevo. Pero al preguntarle por lo que ocurría me reconoció que no sabía nada de circuncisiones y que como la enfermera estaba también de vacaciones pues no me lo podía mirar nadie. Pero que me firmaba la baja de nuevo. Supongo que para lavar su conciencia.

Como no te dejan solicitar otro médico si tu consulta tiene uno, pedí cita con otra enfermera alegando que la mía no estaba, y me dieron cita para el martes. Acudí allí temprano y me encontré que iban con más de dos horas de retraso porque debido a la cantidad de personal de vacaciones, una enfermera se ocupaba de tres consultas. Tras más de tres horas de espera, ver que no quedaba nadie y que no me llamaban, entré a ver a la enfermera para descubrir que habían perdido mi cita y que por eso no me habían llamado.

Me desnudé y le enseñé la zona inflamada, dolorida y sin cicatrizar. Pero especialmente la zona de la base del frenillo donde ahora se veía un agujero en forma triangular y con un líquido blanquecino en su interior. Se quedó mirando y dudando de si era una infección con pus o tejido natural cicatrizante del sistema linfático. Llamó entonces a la doctora de la consulta adjunta para que me viese y ella me dijo que estaba bien y que no me preocupara, que era normal y que no me diese betadine para que no se me pegase a las gasas. Y que si aún se pegaban, que extendiese una vaselina esterilizante por la zona para impedirlo.

Regresé a casa tras comprar en una farmacia la vaselina y al aplicármela me di cuenta de que la piel del escroto estaba morada por un gran hematoma. No le di mucha importancia porque en el quirófano ya me habían hablado de esa posibilidad y de que era normal, pero el aspecto la verdad es que era aterrador.

Seguí observando durante toda esta semana la zona blanca del frenillo y cada vez la vi peor. La inflamación de la zona sin cicatrizar estaba aumentando, viéndose ahora también ese líquido blanquecino a través de la brecha. Los puntos estaban saltando casi todos y esa zona ni cicatrizaba ni se veía ninguna mejora. Y ayer sábado me fui temprano a urgencias.

Me atendió un chico joven de menos de treinta años y que por lo que le oí decir a su supervisora era su primer día en urgencias. Lo que no sé es si era su primer día como médico. Me desnudé y observó la zona con cuidado y me dijo que no sabía que era ese líquido blanquecino pero que esperase fuera porque iba a llamar a los de urología. Por fin, pensé, me ha costado 18 días conseguir que me vea un urólogo para comprobar un postoperatorio que claramente no está yendo bien. Pero cuando me llamó de nuevo y me hizo desnudarme me explicó que había hablado con ellos y que le había dicho que comprobase si supuraba. Me empezó a apretar la zona para ver si el líquido salía pero no lo hizo. Siguió apretando hasta que el dolor fue insoportable, y entonces me dijo que me iba a recetar un antibiótico y un antiinflamatorio porque la zona estaba infectada. Que a veces pasaba, aunque no es común. Sorprendido le pregunté si no me iba a ver un urólogo, pues si las infecciones son raras lo correcto es que mirase un especialista. Se negó y me dijo que ya había hablado con ellos y que no iban a venir. Una vez más estaba haciendo el diagnóstico un médico que no sabía que ocurría, y el tratamiento lo ponía otro que no me había visto nunca.

Ahí me enfadé. En todo este proceso me han mirado cuatro médicos de familia, dos urólogos (el que autorizó la operación y el que la realizó) y tres enfermeras. Con ninguno he repetido nunca consulta y cada uno me dice una cosa diferente, la mayor parte de las veces totalmente contrapuestas. Ante mi enfado y la amenaza de poner una queja ante el defensor del paciente, conseguí que me firmara un informe de urgencias en el que solicitaba que me viese un urólogo. No conseguí más.

Me fui a solicitar cita entonces al centro de especialidades y descubrí que estaba cerrado. Sólo trabajan de lunes a viernes. Camino del centro de salud que me corresponde paré en una farmacia para comprar los medicamentos. Allí la farmacéutica me hizo notar que me habían mandado tratamiento para 10 días pero que la receta solo cubría tres. Otra equivocación más.

Cuando llegué al centro de salud pedí cita para el urólogo pero me dijeron que lo tenía que solicitar en el centro de especialidades. Les expliqué que venía de allí pero que estaba cerrado y me respondieron que fuera el lunes. Burocracia. Aprovechando que estaba allí pedí ver a la médico de guardia para explicarle el error en la receta y pedirle si me la podía firmar ella. Se negó y me dijo que eso lo tenía que firmar mi médico de cabecera. Más burocracia. Y otro médico más a la colección.

En resumen, que el lunes tengo que ir a pedir cita con el urólogo a ver si tengo suerte y quiere recibirme, porque te suelen dar cita con más de un mes. Que luego tengo cita con mi médico de cabecera (o su sustituta inepta) para pedir de nuevo las recetas incorrectas y que me de el alta laboral. Y que entretanto tengo una infección que los que la han visto no saben que es y los que lo saben no me han visto.

Sería un buen argumento para una película si no fuese porque es real. Si no fuera porque están jugando con mi salud.

martes, 12 de julio de 2011

Un hotel diferente


Después de darme una ducha que eliminara los efectos del aguacero bajé a la piscina del hotel, pues el cielo se había aclarado y las estrellas sobre el agua iluminada invitaban a relajarse. El agua estaba fresca y me sumergí dejándome llevar hasta el otro extremo donde emergí bajo una cascada de agua que enmarcó mi rostro. Dos chicos jóvenes jugaban en el agua con una pelota y yo, sin mis gafas, intentaba adivinar sus rostros. En la barra un chico japones charlaba con los camareros, y sentados en una mesa, una pareja de diferente edad conversaba animadamente. Cerré los ojos y escuché el sonido de la noche.

Ya más relajado empecé a investigar un poco las instalaciones del hotel. Era la primera vez que estaba en un hotel exclusivamente para clientes gay y no sabía que me iba a encontrar ni como comportarme. Un jacuzzi burbujeaba tentador y mis piernas cansadas reaccionaron al contacto del agua caliente con una sensación de bienestar general.

Un rato después me dirigí a la sauna. Allí me encontré a los dos jóvenes de la piscina hablando animadamente. Parecían alemanes y aunque me echaron una mirada, siguieron conversando ajenos a mi presencia. Duré diez minutos escasos bajo ese calor agobiante y salí para entrar en la sauna de vapor contigua. No había casi luz y tuve que ir tanteando las paredes para situarme. Buscaba un sitio donde sentarme, pero sin gafas y bajo esa luz mortecina no fui capaz de encontrar ninguno. De repente noté una mano en mi pecho y di un respingo sobresaltado. Creía que no había nadie dentro y la impresión me hizo recular contra la pared. Pero la mano me siguió y me acarició suavemente hasta llegar a mi cara. Unos labios la siguieron y mi respiración entrecortada tembló ante sus besos.

Noté su lengua en mi cuello y su mano recorrió todo mi pecho lentamente mientras descendía con un propósito claro. Y entonces le vi. Su marcados rasgos malayos y su cuerpo musculado denotaban muchas horas de gimnasio. Tenía unos treinta años y unos dientes blancos que bajo la escasa luz brillaban como estrellas. Deshizo con habilidad el nudo de mi bañador y su mano se perdió en mi entrepierna.

Le dejé hacer mientras me besaba y yo acaricié su pecho fornido sintiendo su respiración en mis dedos. Entonces me susurró al oído unas palabras que tardé unos segundos en identificar, pues en esos momentos mi capacidad de razonar en otro idioma se encontraba francamente disminuida. Quería saber si era activo o pasivo. Le respondí también entre susurros y me sonrió, me dio un beso y se alejó entre los vapores perdiéndose en la oscuridad.

Me anudé el bañador y salí de la sauna, sudoroso y con el corazón palpitando. Todavía un poco confuso salí por el extremo contrario y allí descubrí unos cuartos con colchonetas preparados para que los más fogosos se dirijan de la sauna a un sitio más íntimo si lo necesitan. Nunca he estado en un cuarto oscuro ni en una sauna gay, pero imagino que será algo parecido a ese lugar.

Subí a mi habitación y tomé otra vez una ducha fría que compensara la ebullición que sentía por dentro. Me senté en el ordenador y al igual que hice en Saigon, actualicé mi perfil indicando que estaba en Siem Reap.

Y disponible.

sábado, 2 de julio de 2011

Crónica de una circuncisión anunciada


El día que le iban a operar, Parmenio se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el taxi en que iría a su destino. Había soñado que atravesaba un bar en el que todos le miraban y sobre él caían miles de miradas tiernas, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se encontró salpicado de goterones de sudor seco. "Siempre soñaba con yogurines" me dijo Tony, su mejor amigo, evocando 27 años después los pormenores de aquel miércoles ingrato. "La semana anterior había soñado que iba solo en una carroza de papel estaño que discurría sin tropezar por entre el gentío del Orgullo" me dijo. Tenía una reputación muy bien ganada de intérprete certero de los sueños ajenos, siempre que se los contaran con un cigarrillo recién liado en la mano, pero no había advertido ningún augurio sobre ese día en los dos sueños de su amante, ni en los otros sueños con veinteañeros que él le había contado en las tardes que precedieron a la operación. Tampoco Parmenio reconoció el presagio. Había dormido poco y mal, arrancándose la ropa y despertó con un dolor de cabeza y una sequedad interminable en el paladar....

Así podía haber comenzado la crónica de mi operación si la hubiese contado el maestro Gabo, porque sí, el miércoles 29 de junio, una hora después del mediodía fui circuncidado a pesar de mis dudas constantes.

Me desperté temprano, casi a la hora en que salía el sol. No es que durmiese mal pero fueron pocas horas. Mi cuerpo se relajó el tiempo mínimo que necesitaba y después pasó el control a un cerebro que inmediatamente ordenó abrir los ojos. Quedaban casi seis horas hasta la operación y tenía que mantenerme ocupado. Leí las noticias en el ordenador y desayuné ligero. Me habían dicho que podía comer hasta cuatro horas antes de entrar al quirófano y me tomé dos magdalenas. No necesitaba más.

Pensé que los próximos días no estaría en condiciones de moverme mucho y dediqué la mañana a limpiar la casa. Barrí, pasé el plumero, repasé los muebles, cambié las sábanas, lavé las toallas y fregué el suelo. Todo estaba perfecto para los próximos días. Y además había distraido mis pensamientos para no dudar de si lo que estaba haciendo era lo correcto.

Mi madre había insistido en subir conmigo al hospital y no hubo forma de disuadirla, así que tomé una bicicleta y paseé hasta su casa para recogerla mientras observaba a la gente moverse ajena a mi realidad. Llegamos al hospital con media hora de tiempo y entramos en el laberinto de pasillos buscando unos quirófanos que se encontraban en la zona más recóndita, supongo que para impedir que se escapasen los aterrados y los arrepentidos. Y una vez allí me di cuenta de que había olvidado los papeles con la autorización para la operación. Quedaban veinte minutos y no había ninguna enfermera a quien preguntar. Y salí corriendo hacia mi casa.

Era imposible ir en ese tiempo hasta allí y regresar, pero confiaba en que, como siempre, todo iría con retraso y podría operarme. Si no lo lograba podían pasar de nuevo varios meses hasta conseguir una nueva cita. Tomé el primer taxi que había frente al hospital y le indiqué la dirección diciéndole que teníamos que ir y volver en un plazo record porque me tenían que operar. Me miró sorprendido y se puso a buscar la dirección en su GPS. "Es que soy nuevo" me dijo. "Yo le llevo, pero vamos rápido". El corazón me palpitaba y a mi me había tocado el taxista novato. Agarraba el volante como si se le fuese a escapar, y su velocidad, siempre por debajo de la legal, me exasperaba. Su desconocimiento de la ciudad era tal que siempre se colocaba en el carril inadecuado perdiendo unos segundos que se iban acumulando inexorables.

A quinientos metros de mi casa unas obras colapsaban el tráfico haciendo que todos los coches tuvieran que concurrir en un único carril y casi deteniendo la circulación. Inmediatamente tomé la decisión de bajarme ahí. Le expliqué al taxista donde tenía que esperarme y salí corriendo por la avenida. La gente se apartaba a mi paso asustada al verme correr con cara de desesperado. Subí los cinco pisos corriendo por las escaleras y cogí los papeles al fin. Cuando alcancé la calle de nuevo, el taxista llegaba en ese momento. Me subí y salimos con su conducción cansina hacia el hospital. Eran las 12.30, la hora de la operación y yo estaba todavía en casa.

Como si fuese su copiloto de rallies, le fui indicando lo que debía hacer. Cambie de carril. Al centro. Acelere para evitar ese camión. A la derecha. Más rápido que se va a poner en rojo ese semáforo. Mi corazón palpitaba a toda prisa y ya llegaba quince minutos tarde. A lo lejos se veía el hospital ya y en ese momento sonó el móvil. Era mi hermano que se había acercado hasta allí y estaba con mi madre. Les habían dicho que las operaciones iban con media hora de retraso. Y respiré.

Llegué de nuevo a la sala de espera cuarenta minutos después de salir, dos kilos menos y con el corazón a punto de salirse del pecho. Me tomé un zumo para recuperarme y una enfermera dijo mi nombre en alto. Sonreí a mi madre y mi hermano, les dejé mis cosas, tragué saliva y crucé la puerta de no retorno.

Una enfermera muy alegre me indicó que me desnudase y con un gorro, una bata y unos zapatos de tela desechables me vi tumbado y nervioso en la mesa de operaciones. El médico me explicó por encima lo que me iban a hacer, me pusieron un gotero y encendieron la radio. Nunca imaginé que iba a ser circuncidado a ritmo del "Born this way" de Lady Gaga. Más gay imposible.

Primero me pincharon cuatro veces alrededor de la base del pene, como si hubiese una placa y con un destornillador extrajesen los tornillos. Yo soy muy sensible y la anestesia fue bastante dolorosa. Tuve que agarrarme a la mesa con las dos manos y respirar hondo mientras notaba como entraba en mi cuerpo. No sé si pusieron luego más, pues hizo efecto muy rápido. Lo último que sentí fue el frío de un gel que extendieron por la zona.

A partir de ese momento ya no note nada y poco a poco me empecé a relajar. Una de las enfermeras me daba conversación para distraerme y yo entretanto me fijé por primera vez en el médico que me operaba. Un chico joven que no habría cumplido los treinta y cuyo acento caribeño le delataba como dominicano o cubano. La verdad es que era muy guapo y con unos ojos preciosos que sobresalían por encima de la mascarilla. Espero que la anestesia hiciese su labor y mis pensamientos no se viesen reflejados en lo que con tanta habilidad el médico manipulaba con sus manos.

Sonaba Katy Perry en la radio cuando el doctor terminó de envolver mi miembro como a una momia y dio por finalizada la intervención. Me despedí del equipo, y entre risas la enfermera me dijo que nunca volvíamos a darles las gracias cuando todo había ido bien. Con una sonrisa les dije que abriesen un blog.

Han pasado casi 72 horas desde la operación y estoy dolorido y a ratos sangro. Siguiendo sus consejos me lo presiono hasta que deja de manar y me cambio el vendaje un par de veces al día. No tengo problemas para moverme porque el dolor no es demasiado, pero las molestias son constantes. He descubierto que las erecciones nocturnas mientras estás dormido efectivamente existen, y que la sensibilidad en esa zona la tengo intacta. Los ocho o diez puntos en forma de cuerdas alrededor del glande hacen parecer a mi pene un globo aerostático a punto de explotar. Sólo espero que no lo haga.

Ahora me quedan cuatro semanas de abstinencia sexual si quiero que todo cicatrice correctamente y no se me salten los puntos. Tendré que dejar de hablar con chicos guapos por messenger y tener cuidado al ver escenas tórridas en las películas. Pero sobre todo tendré que dejar de pensar en el sexo, aunque escribir esto supone que estoy pensando en él. Va a ser un mes muy largo.

Hoy es el día del Orgullo LGTB en Madrid y hace un año nos besamos Tony y yo en la Plaza Canaletas prometiéndonos regresar este año. Pero la vida da muchas vueltas  y nunca imaginé la razón por la que no podría cumplir la promesa. Espero poder hacerlo el año que viene, aunque sea estando más delgado.

Concretamente con 10 gramos menos.