lunes, 28 de mayo de 2012

La soledad del miedo


Nadie se siente tan solo como cuando tiene miedo.

Y no me refiero al miedo incontrolado, ni al miedo cerval ante lo desconocido, sino a esos pequeños miedos que crecen poco a poco devorándonos hasta anular nuestro juicio y ocupar nuestra mente. El peor miedo es cuando no nos atrevemos a hablar con los demás de lo que sentimos. Se alimenta de nuestra indecisión y nuestras dudas, royendo y royendo incansable nuestra autoestima y determinación. Cada intento fallido es un bocado cruel que nos hace replegar sobre nosotros mismos hasta llegar a un punto de no retorno. A ese punto que no creímos nunca poder llegar.

Son esos miedos los que empujan a muchos adolescentes a pensar que su situación no tiene remedio. A bajar la cabeza derrotados y cerrar los ojos huyendo hacia lo que creen su única salida. La nada. El silencio. El olvido.

El descanso al fin.

Unas veces lo llaman acoso y otras es simplemente un desprecio gregario y continuado hacia cualquier cosa que intentemos. Pero hay uno que no nace de los demás sino de nosotros mismos: el miedo "al que dirán", al que pensarán, a que ocurrirá si hablo. Y ese miedo no es patrimonio exclusivo de los más jóvenes sino que  enraiza en nuestras mentes en sutiles detalles y alcanza a todas las edades.

Yo conozco ese miedo.

Cada uno lo llama de forma diferente. Puede ser al aspecto físico, a la falta de habilidades sociales, a una mirada distinta o simplemente a gustos "diferentes". Da igual cual sea la causa, pues el nombre siempre es el mismo: miedo al rechazo.

En mi caso es "salir del armario", pero hace unas semanas me encontré con un miedo en el que no había pensado demasiado. Y lo encontré en el fondo de los ojos de un chico de 24 años.

Lo conocí hace unos cuantos meses, quizás un año, no estoy seguro. Se llama Rubén y su cuerpo delgado y esculpido arranca pasiones a su alrededor. Es muy guapo y lo sabe. Se aprovecha de ello y simplemente con una mirada de soslayo suele conseguir lo que quiere. ¿Por qué se fijó en mi? No lo sé. Cuando estamos a solas y se lo pregunto, sonríe pícaramente manteniendo la mirada y me besa suavemente obligándome a olvidar la pregunta.

Es muy inteligente pero excesivamente superficial. Disfruta de su hedonismo cada momento que puede, pero a veces le sorprendo mirando al vacío, perdido en sus pensamientos. Si nos encontramos en el ambiente me sonríe pero no se acerca y sin embargo en mi casa es cariñoso, atento y mimoso. Son dos personas, dos Rubenes.

A veces aparece por mi casa sin avisar, simplemente para cenar y charlar, y es en esos momentos cuando lo veo más vulnerable. Solemos recostarnos en el sofá y se apretuja junto a mi agarrándome con sus brazos y recostándose sobre mi hombro. Por debajo de su flequillo imposible le veo cerrar los ojos y acompañar la respiración de mi pecho con su mano.

Nunca hemos quedado fuera de mi casa y por eso me sorprendió tanto que me citase en un bar. A tomar algo me dijo. Lo encontré nervioso. Me sonreía pero me rehuía la mirada. Charlamos de temas intrascendentes mientras apurábamos unas cervezas hasta que le pregunté que qué le pasaba. Se calló unos segundos, apoyó las manos en la mesa y tras tomar aire lo soltó: le han diagnosticado VIH.

Me miró a los ojos y nunca he visto tanto miedo en una persona. Estaba aterrado. Perdido. Era un animal herido incapaz de moverse y anhelante de consuelo. Puse mis manos sobre las suyas y le dije que eso no cambiaba nada, que para mi él seguía siendo el mismo Rubén. Noté como contenía sus lágrimas con un trago de cerveza y tras un rato de charla al fin se relajó. No sé lo he contado a nadie, me dijo, tengo miedo a que nadie quiera acercarse a mi.

Han pasado unas semanas y sigue sin contárselo a nadie. Ninguno de sus amigos ni sus padres lo sabe todavía. No tiene valor para decírselo. Tiene miedo. Mucho miedo.

Le he acompañado al hospital un par de veces y ahora está más tranquilo. Le han citado para que un psicólogo hablé con él dentro de unos días. Yo bromeo acerca de sus conquistas y por unos momentos es capaz de olvidarse y sonreir como antaño.

Pero en sus ojos veo el miedo. Y ese desasosiego lo veo reflejado en los mios propios. El miedo a hablar, el miedo a ser diferente, el miedo a compartir. Da igual cual sea la causa, porque todos son sólo uno, el miedo al rechazo. Y al peor de todos:

La soledad del miedo.