viernes, 23 de diciembre de 2011

El amante de la belleza


Cuando tenía nueve años una nutrida representación de sacerdotes irrumpió por sorpresa en nuestra clase y nos conminaron a ponernos de pie en dobles filas delante de la pizarra. Buscaban chicos para el coro con buenas voces y mirada angelical. Nos indicaron una canción de misa que todos conocíamos y comenzamos a cantar. No pasaron ni dos estrofas cuando el más viejo de ellos me golpeó en la cabeza con una vara y, con voz impostada, me dijo: "calla y siéntate".

Fue la primera vez que fui consciente de que la música que yo escuchaba me era imposible de reproducir. No es cuestión de que no tuviera voz, sino de que desafinaba notoriamente. Con los años he observado con detenimiento mi voz y he probado a modularla con cuidado para intentar acercarme a las notas originales. Con nulo éxito. Tengo mejor oído musical que la media de la gente y soy capaz de distinguir notas que los no entrenados no pueden, pero sin embargo soy incapaz de no desafinar. Es algo superior a mi. Y bastante frustrante.

Recuerdo que con doce años, estando en clase de dibujo técnico, nos mandaron dibujar lo que quisiéramos. El formato y la técnica eran libres pero la temática la escogía el profesor. Y eligió una historia sobre un ataque mongol sobre la muralla china. Días después decidió mostrar el resultado de los dibujos a toda la clase. Escogía uno de los dibujos y lo mostraba en alto a todos. Había alguno bueno pero la mayoría eran bastante flojos y las risas se sucedían. Casi hacia el final el profesor, con poco sentido pedagógico y nula sensibilidad se dirigió a mi delante de todos y me dijo: "mucho te has reído de los otros dibujos, mirad todos lo que ha dibujado él", y mostró en alto mi dibujo. Era con diferencia el peor de todos ellos y las carcajadas aún resuenan en mis oídos. Pero no es eso lo que me dolió, sino que ese fue el mejor dibujo que he hecho nunca.

Me encanta la pintura. Puedo pasarme horas en los museos admirando las obras colgadas y apreciando la complejidad de la composición, el virtuosismo del dibujo o el detalle de una pincelada aparentemente sin importancia pero que resulta vital para apreciar, en constraste, otros elementos del cuadro. Me gusta la mayor parte de las épocas pictóricas, desde los frescos de la antigüedad hasta el abstracto más moderno, pero soy incapaz de dibujar mejor que un niño de cuatro años.

En clase de artes plásticas casi siempre los materiales que empleaba quedaban claramente desalineados, con pegotes de pegamento desbordado o con clavos torcidos que astillaban la madera que sujetaban. El acabado de mis obras era tan deficiente que cuanto más intentaba arreglarlo peor era el resultado. A pesar de ello conseguí superar la asignatura durante varios años sustituyendo mi torpeza por la originalidad de mis planteamientos. Donde mis compañeros hacían una casita de muñecas convencional de líneas rectas y puras, yo construía un ataúd con ángulos obtusos, bisagras y tapa basculante. Donde ellos hacían figuras geométricas con cartulina a base de plantillas preestablecidas, yo montaba trenes de vagones geométricos disformes enganchados con palillos. Eso me salvo de mi poca destreza manual.

Con catorce años intenté escribir el guión de un cómic. Tebeos los llamaban entonces. Tenía el argumento en la cabeza y veía claramente la composición de las viñetas en mi mente como si fuesen escenas de una película que acabase de terminar de ver. Dibujé con frenesí durante horas robándole sueño a la noche y cuando lo terminé contemplé emocionado mi obra. No cabía en mi de gozo. Lo empecé a leer y cuando llegué al final encendí una cerilla y le prendí fuego. Lo vi consumirse lentamente junto con mis esperanzas. No sólo el dibujo era malo, sino que el guión que tan claramente veía en mi cabeza se había convertido en un amasijo de escenas inconexas lleno de clichés. Hasta para un adolescente de esa edad era palmario el bodrio que había dibujado.

En la adolescencia tardía me dediqué a componer poesía. Escribía de dos tipos, para conquistar a las chicas con sonetos llenos de falsa pasión y acrósticos evidentes, y versos sueltos donde daba rienda suelta a una frustración que me perseguía y que sin embargo no era capaz de ubicar. Los primeros no eran más que divertimentos olvidables, y los segundos se perdieron muchas veces entre las lágrimas. Hasta que un día, ahogado de mi mismo, los tiré todos y no volví a escribir nada en 20 años. Hasta este blog.

He admirado la belleza de las artes en todas sus formas, pero los dioses han sido crueles con sus dones. Me han permitido apreciarla pero no crearla. Soy como Moisés llegando a la tierra prometida después de vagar cuarenta años por el desierto y que se encuentra con que su Dios sólo le permite contemplarla desde la distancia sin poder pisarla nunca. Soy Quasimodo descubriendo que Esmeralda no sólo está fuera de su alcance sino que cada acto que comete la encamina hacia la muerte. Soy Abelardo, castrado y alejado de Eloisa sin poder abrazarla nunca más. Soy Cyrano soñando con ser Christian. Tristán sin Isolda.

Dicen que los críticos no son más que artistas frustrados sin talento. Yo no soy crítico. Pero podría serlo.