domingo, 26 de septiembre de 2010

Confusión


Desde pequeño he observado con curiosidad los grandes romances de las películas. Empecé con un viejo televisor en blanco y negro de catorce pulgadas que miraba asombrado cuando era niño. La llegada del televisor en color y un tamaño mayor me permitió pasar muchas tardes en el sofá devorando amores imposibles que a pesar de los obstáculos salían triunfantes frente a las adversidades. El cine me atrapó pronto y sus imagenes de besos desde la oscuridad de la sala engatusaron mi imaginación adolescente.

Paralelamente leí los grandes clásicos de la literatura. Romeo y Julieta me enseñaron que el amor está por encima de lo que piense la familia. Calisto y Melibea que este es éfímero y que puede truncarse en cualquier momento por un infortunio. El Cyrano de Bergerac novelesco me sumió en la tristeza del que no puede alcanzar su amor por un físico no agraciado. Con Tristán e Isolda lloré por un amor imposible separado por no romper las normas. Y Abelardo y Eloísa me demostraron el daño que puede hacer el odio de un tercero.

Esa ambivalencia entre los amores triunfantes del cine y los imposibles de la literatura me sumieron en un mar de dudas que se reflejaron en una prevención al enamoramiento. Quizá en el fondo confiaba que ese amor llegaría, pero un pesimismo por falta de autoestima lo silenciaba arrinconándolo al fondo de mi mente.

Entonces no lo sabía, pero parte de mi apatía romántica se debió a que estaba enfocado al sexo equivocado.

Han pasado ya muchos años desde que descubrí que el amor provocaba efectos impredecibles en las personas, pero que a pesar de ello todos lo desean. Ahora tengo 42 años y sólo puedo decir que no he estado enamorado. Nunca.

A finales de Julio os hablé de Tony y después de meditarlo mucho llegué a la conclusión de que yo no estaba enamorado. Desde entonces he pensado mucho en ello. ¿Cómo se sabe que uno lo está? ¿Te levantas por la mañana y hay pajaritos cantando en tu ventana al estilo Disney? ¿Qué es lo que se siente?

¿Por qué os cuento esto? Porque Tony me pidió que el viernes lo pasara con él y me quedara a dormir en su casa. No me había quedado nunca. Ni él en mi casa. Y acepté.

Hacía casi una semana que no nos veíamos porque él había estado enfermo, pero habíamos hablado casi todos los días. Nuestro encuentro fue apasionado. Ardoroso. Frenético. Nos besamos como si nos reencontrásemos después de un largo viaje. Y seguimos besándonos y acariciándonos durante horas. La noche se nos echó encima y continuamos en su cama hasta que no quedó una sábana sobre ella. Al final nos dormimos, agotados y abrazados.

La luz del amanecer nos despertó y con mi cabeza en su pecho nos susurramos durante horas entre caricias y sensaciones. Mis ojos cerrados disfrutaban del momento deseando que no acabase nunca. Por primera vez en mi vida me he encontrado totalmente relajado en brazos de otra persona. Me abandoné a sus palabras y sentí una paz interior como no había sentido antes. Han sido casi veinticuatro horas de felicidad absoluta.

¿Es esto amor o sólo la necesidad de encontrar un rincón donde descansar una mente torturada? No lo sé. No puedo discernir. No puedo razonar. No puedo juzgar. Sólo sentir y dejarme mecer entre sus brazos.

Estoy confuso.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Contracorriente


Ir al cine es una experiencia que me fascina.

Me encanta llegar temprano y sentarme en las filas traseras para observar a la gente sentarse. Según el tipo de película me hago apuestas a mi mismo sobre el tipo de personas que acuden a la sala. He llegado a ser un maestro en esto. Incluso podría hacerlo al revés. Si me enseñasen una sala con los espectadores ya sentados podría deducir el tipo de película que iban a proyectar. Incluso podría detectar quien es el despistado que ha entrado a ver la película sin saber de que iba.

Ayer fui al cine y en mi sala entraron menos de diez personas. Había una pareja muy acaramelada que se sentaron en una esquina y que juntaron sus cabezas en comunicación telepática. Otros cuatro eran dos parejas de veinteañeros muy alternativas cargados de apuntes y folletos y que en voz baja discutían vehementemente sobre algo que no pude entender pero que parecía muy importante a juzgar por sus gestos. El resto espectadores solitarios. Singles que les llaman ahora. Y yo.

La película que escogí es una producción peruana de un director novel, Javier Fuentes-León. A pesar de su bajo presupuesto y limitadas localizaciones la historia funciona bastante bien. Miguel, un pescador a punto de tener a su primer hijo vive una historia de amor en secreto con Santiago, un joven pintor venido de la capital y al que todo el pueblo de pescadores rehuye por vivir su homosexualidad públicamente.

Aunque a priori podría tener puntos de conexión con Brokeback Mountain, aquí la historia de amor es relegada a un segundo plano para hacer una crítica social sobre la homofobia en las comunidades rurales del Perú. Es una historia de sentimientos y prejuicios. De miradas y silencios. Pero sobre todo de miedos.

Miguel se debate entre sus obligaciones para con su esposa y su futuro hijo, y su relación con Santiago. Vemos las miradas furtivas, el deseo, la felicidad contenida, pero también su miedo a que les vean juntos, a que sus amigos le marquen como "maricón". Porque Miguel no se reconoce a si mismo como homosexual e intenta vivir ignorando una parte que le es consustancial. Hasta que Santiago desaparece un día...

Destacaría la interpretación de la peruana Tatiana Astengo como Mariela, la mujer de Miguel. Aunque está en segundo plano nos acongoja el corazón con su presencia. El boliviano Cristian Mercado cumple en su papel de Miguel y su mirada a ratos triste y a ratos asustada es suficiente mientras nos enamora con una preciosa sonrisa. No puedo decir lo mismo del colombiano Manolo Cardona, cuya interpretación es justita y que sabe a poco. Un reparto internacional acompañado de una musica evocadora que realza la luminosidad de los escenarios. Y el mar. Porque la película huele a salitre y viento. A fuerza y libertad.

Mi opinión crítica probablemente se ve mediatizada porque me veo reflejado en Miguel. En su cobardía para aceptarse y en su ignorar las partes de la historia que no le interesan para autojustificarse. A Miguel le gustaría fijar la realidad en un momento congelado para poder disfrutar de su mujer y su hijo, de sus amigos y de Santiago. Pero esos momentos son fugaces y tienden a huir. Me veo en esos miedos en su mirada, siempre preocupado por el que dirán. En esas caricias tan necesarias y que hacen tanto bien. No soy Miguel. Pero podría haberlo sido.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Labordeta: In memoriam


Hoy ha muerto José Antonio Labordeta.

Cantautor, poeta, viajero, escritor, mochilero, catedrático, político, presentador, pero sobre todo persona. Buena persona.

Probablemente hoy la noticia saldrá en los telediarios y cientos de blogs mejores que el mío desgranarán su historia con detalle. Su vida política en sus últimos años le descubrió a los más jóvenes. Le vieron en el Congreso de los Diputados haciendo política con mayúsculas. Y no me refiero a las ideas que defendía, sino a la forma de hacerlo. No era un político profesional sino un hombre de la calle que creía en aquello que antaño se llamaba "Servicio Público". Quizá era un idealista, un ingénuo buscando la utopía. Pero no era fruto de la candidez de la juventud sino de la convicción de la reflexión. Estuvo allí ocho años. Los que creyó que podía aportar algo. Y luego se retiro. Dignificó la política

Algunos le descubrieron años antes por su faceta de presentador-documentalista, recorriendo los pueblos de España para descubrirnos rincones olvidados y gentes entrañables. Nos mostró la España rural que sigue existiendo entre nosotros resistiendo a la modernidad que todo lo devora, y las costumbres y tradiciones ancestrales que se transmiten a duras penas. Se detenía en mostrarnos una flor o que oyésemos el grito del vencejo. A charlar con la gente y preguntarles por sus problemas. Era cercano, era real, era él mismo.

Los menos le conocerán por sus escritos, por sus libros, por sus poemas. Pero estos quedaron ensombrecidos por su faceta de cantautor que es la que perdurará. Entre la veintena de sus discos hay pequeñas joyas para descubrir. Son poemas cantados y versos con música. Son lamentos y son gritos. Son el sentir de mucha gente.

Pero la mejor despedida es oirle una vez más con la que es probablemente su canción más conocida: Canto a la libertad



Habrá un día en que todos
al levantar la vista
veremos una tierra
que ponga LIBERTAD

Hermano, aquí mi mano
será tuya en mi frente
y tu gesto de siempre
caerá sin levantar
huracanes de miedo
ante la LIBERTAD

Haremos el camino
en un mismo trazado
uniendo nuestros hombros
para así levantar
a aquellos que cayeron
gritando LIBERTAD

Habrá un día en que todos
al levantar la vista
veremos una tierra
que ponga LIBERTAD

Sonarán las campanas
desde los campanarios
y los campos desiertos
volverán a granar
unas espigas altas
dispuestas para el pan

Para un pan que en los siglos
nunca fue repartido
entre todos aquellos
que hicieron lo posible
por empujar la historia
hacia la LIBERTAD.

Habrá un día en que todos
al levantar la vista
veremos una tierra
que ponga LIBERTAD

También será posible
que esa hermosa mañana
ni tú, ni yo, ni el otro
la lleguemos a ver,
pero habrá que empujarla
para que pueda ser.

Que sea como un viento
que arranque los matojos
surgiendo la verdad
y limpie los caminos
de siglos de destrozos
contra la LIBERTAD.

Habrá un día en que todos
al levantar la vista
veremos una tierra
que ponga LIBERTAD.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Unos versos olvidados


Cuantas cosas yo daría
por vivir con ilusión
de cada semana un día
un día de diversión.
Un día de libertad
cual deriva de navío,
un día de soledad,
uno sólo, pero mío

Hoy han venido a mi cabeza estos versos. Hace casi 25 años que los había olvidado y hoy han aparecido de nuevo como un fogonazo en mi mente mientras trabajaba. Los escribí cuando tenía 18 años, otro día que también estaba triste, sentado en un coche, de noche, mirando a la luna. Solo.

Recuerdo que estaba frente a la facultad y todos los demás estudiantes ya se habían ido. Yo me quedé allí pensando, recostado en el asiento. Estaba triste y no sabía el porqué. Notaba un gran vacío en mi vida y no entendía la razón. Tenía buenos amigos, no había problemas con mis padres (más allá de los habituales de un adolescente), tenía un dinero para mis gastos y mis estudios iban viento en popa. Incluso tenía novia. Pero estaba triste.

No lo entendía ni encontraba la razón para esa tristeza, pero recuerdo que lloré y me sentí estúpido por llorar sin ninguna causa. Cogí mi carpeta con los apuntes y en un folio en blanco escribí estos versos que salieron de lo más hondo de mi. Sé que son malos, fruto de la mente de un adolescente asustado. Pero eso ahora no importa, porque no los escribí como poeta sino como dolor. Nunca se los enseñé a nadie y la única copia la destruí un día que mis lágrimas emborronaron la tinta. Pero los conservé en mi memoria. Ocultos.

Hoy los pongo aquí porque ahora empiezo a entender porque ese adolescente confuso lloraba. No puedo consolarlo ya, pero sí puedo acompañarlo.

viernes, 10 de septiembre de 2010

El alegre depresivo


Este fin de semana lo pasaré en un pueblecito de los Pirineos. El mismo pueblo donde hace un año, destrozado e incapaz de controlarme, estallé en lágrimas ante Nathan. El mismo pueblo donde le confesé el secreto que hasta ese momento guardaba celosamente en mi mente y que me carcomía por dentro. El mismo pueblo. El mismo lugar. Pero algo ha cambiado.

Este año todos mis amigos lo saben. Uno a uno les he ido contando la verdad. Empecé por Nathan y he terminado con Stella no hace ni un mes. Aún no se como me comportaré. Aún no sé como se comportarán ellos. Es la primera vez que todos los que están lo saben y son conscientes de que los demás lo saben también. Incluso se lo han dicho al primo de Stella. Les di permiso para que se lo contaran.

Pero hay algo más. Desde hace hace unos días mi ánimo es bastante sombrío. Me encuentro sin ganas de hacer nada y el llanto casi aflora por menudencias. Estoy agotado mentalmente y hacer cualquier cosa me supone un esfuerzo inmenso. Y pensar en pasar el fin de semana con mis amigos me produce una gran zozobra.

Igual estoy equivocado y a lo mejor es lo que me hace falta, salir un poco de aquí y relajarme entre amigos, dar paseos por la montaña, deleitarme con comidas pantagruélicas, disfrutar de las fiestas y empaparme en alcohol. Pero lo que me pide el cuerpo es meterme en la cama todo el fin de semana e impregnar la almohada de lágrimas.

Me he resistido a ir. Busqué una excusa y les dije que mi situación económica no me permitía grandes gastos, pero me han dicho que este año será todo más barato y gastaremos menos. Y luego me han inundado a correos y llamadas para "obligarme" a ir. Y lo han conseguido. He dicho que sí.

Nunca me ha gustado demostrar mis sentimientos en público. Y menos cuando son negativos. Cuando estoy deprimido y sin ganas de hacer nada me recluyo y lo paso a solas. Pero muchas veces no he podido ocultarme de los que me rodean. Es entonces cuando finjo una alegría que no tengo. Soy divertido, encantador, organizo las escapadas, me encargo de que todo salga bien, cuento chistes, anécdotas y un sinfín de habilidades sociales que he aprendido con el tiempo. Si diesen un premio a la mejor interpretación seguro que lo ganaría. De calle.

Soy la persona deprimida que más sonríe en este mundo.

domingo, 5 de septiembre de 2010

La cometa


Desde hace unos días siento algo extraño dentro de mi. Fue una mañana, sin previo aviso, cuando al abrir los ojos noté que algo había cambiado. Todo a mi alrededor era más grande y me costaba acostumbrarme a su tamaño.

Tardé tiempo en darme cuenta que volvía a ser un niño. No se como había ocurrido pero volvía a estar en los setenta de nuevo. Lo sentía dentro de mi. Pero nada era como lo recordaba. Todo lo que veía me parecía diferente, pero sin embargo me resultaba conocido. Me asomé a la ventana y contemplé las montañas. No me extrañó que desde mi casa nunca se hubiesen visto las montañas. Era lo natural.

El día era fresco y el viento soplaba moderadamente. Era un buen día para volar la cometa. Los demás niños se asomaban a las ventanas y también miraban el cielo. Algunos ya estaban en las terrazas de adobe preparando sus carretes. Miré las estrechas calles debajo de mi y no me sorprendí de estar en Kabul.

Subí a la terraza y desplegué mi cometa. Después de tanto tiempo sin volarla ver el cielo de la ciudad surcado por cientos de cometas era glorioso. Pero mi manejo era torpe, errático. Intentaba elevarla y ascendía caprichosamente, dando bandazos y casí sin control. Observé a los otros niños y algunos, incluso más jóvenes que yo, manejaban con soltura su cometa y sus risas las traía el viento.

El baile de cometas comenzó y una miríada de colores trazaban caprichosas coreografías en el cielo. Intenté controlarla y hacerla ascender. Pero tenía miedo de perderla si subía muy alto. La mantuve más baja que las demás y me dediqué a observar. Allá una pareja las hacía bailar una alrededor de la otra prácticamente sin esfuerzo. Otros dos, jugando entre ellos, enredaron sus hilos sin poder evitarlo y en una espiral incontrolada cayeron al suelo.

Me fijé en dos niños que reían mientras sus cometas se complementaban entre las nubes y se mecían al viento sin importarles que este cambiase, pero otro niño colocó su cometa entre las otras y por un momento dejó a una de ellas sin aire y cayó lejos de allí.

Algunos eran verdaderos profesionales y jugaban con las cometas de los demás. Las incitaban a subir y subir y cuando estaban con el carrete al límite con un movimiento brusco cortaban su hilo y las dejaban caer desmadejadas. Luego acudían a por otra.

Mi cometa se movía entre las suaves brisas de baja cota. Miraba a los demás con envidia pero no me atrevía a subir tan alto a jugar con ellos. Me había costado mucho construir esa cometa y me daba miedo estropearla. Y como todos los días la guardé. Una vez más.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Birkenau


Mientras salía del campo I con el alma acongojada, el tiempo quiso sumarse a mi estado de ánimo y empezó a llover. Un agua fina y persistente que todo lo empapaba mientras el cielo oscuro se me metía en la mirada. Conduje lentamente hasta Birkenau y aparqué a una cierta distancia. A través del cristal distorsionado pude ver la estampa de la entrada que tantas veces hemos visto en las películas. Cerca de mi los rieles corrían paralelos hacia el interior del campo y me pareció oir todavía el eco de los trenes frenando mientras desde detrás de los ventanucos de los vagones se arracimaban las caras anhelantes de un poco de aire.

Esperé diez minutos a que escampase la lluvia mientras cientos de imágenes se agolpaban en mi cabeza. Anduve hacia la entrada observando con los ojos bien abiertos cada detalle. Seguía lloviendo pero no me importaba. Y crucé la puerta de entrada mirando hacia atrás por si se cerraba detrás mío.

Una gran avenida dividía el campo en dos con las vías perdiéndose hacia el horizonte. Aquí se detenían los trenes, y los vagones vomitaban su carga de demacrados y asustados pasajeros. Los soldados les gritaban y los perros ladraban para apresurarlos. Los menos afortunados eran seleccionados aquí mismo para ir a las cámaras de gas y desaparecían hacia el final del campo ante la desesperación de sus familiares.


El recinto interior está separado en cuatro partes con una disposición que recuerda a un campamento romano, con dos calles en forma de cruz en el centro que lo dividen y lo comunican. Cada una de ellas está a su vez rodeada por alambradas, fosos y torres de vigilancia a lo largo de su perímetro.


Giré hacia la izquierda y empecé a andar. Algunos edificios a modo de barracones se alzaban alineados milimétricamente. Me sorprendió la hierba húmeda y salvaje que cubría todo y que humanizaba el conjunto. El contraste con el ladrillo rojo de las edificaciones creaba la imagen ficticia de unas granjas idílicas de las que casi parecía que ibas a ver salir vacas en cualquier momento. Pero durante la guerra el barro y la nieve se extendía por todas partes. El verde es el color de la esperanza. Y allí no había.


Sólo unos pocos de los barracones se conservan en pie, los construidos totalmente en ladrillo. La mayoría eran de madera y fueron quemados por los soldados antes de abandonar el campo ante el avance del ejército ruso. Los restos de la base de ladrillo y las chimeneas se alzan ahora fantasmales recordando donde hubo gente viviendo y sufriendo.

Me senté entre las ruinas de uno de esos barracones calcinados. Yo era el único visitante ese día y el silencio era impresionante. La lluvia cesó y algunas nubes dejaron entrever los rayos del sol. Y de repente se formó un arco iris sobre el campo.  Recuerdo que me emocioné al verlo y pensé que era una alegoría perfecta de que aún en el sitio más inhumano existe un futuro mejor.



Seguí caminando y llegué a los árboles al final del campo. Y el corazón me empezó a palpitar al descubrir los restos de las cámaras de gas. Escondidos entre los árboles para que no los vieran los aviones tenían forma de "L". Por el extremo largo se entraba a unos vestuarios donde los prisioneros se desnudaban con la promesa de que les iban a despiojar y después recogerían sus pertenencias. Unas puertas interiores se abrían a una sala con apariencia de ducha comunal y allí entraban confiados. Las puertas se cerraban herméticamente y el gas inundaba la sala hasta que todos caían entre estertores. Se abría entonces las puertas por el lado corto de la "L" y se sacaban los cadáveres. Todo muy higiénico. Todo muy eficiente.

Todas las cámaras de gas fueron voladas para intentar borrar el rastro de lo que allí se hacía, pero sus ruinas nos recuerdan lo que allí ocurrió para que no lo olvidemos.

Un sendero entre los árboles me llevó a un edificio que se mantiene en pie. Era "la sauna". El lugar donde los recien llegados que no eran enviados directamente a las cámaras de gas eran despiojados, examinados y humillados antes de de su asignación al campo. El nombre le viene de las altas temperaturas que alcanzaban las salas donde se desinfectaban las ropas.


Un poco más adelante y también camuflados entre los árboles se encuentran los crematorios. Al igual que las cámaras de gas fueron volados para evitar que descubriesen su función. Prácticamente son irreconocibles ahora.

Junto a ellos vi un pequeño lago entre los árboles y me acerqué a contemplarlo. En un lugar de horror como ese parecía un pequeño remanso de paz. Su color oscuro reflejaba los árboles y el cielo. Me senté junto a él y saqué la guía buscando información. Y descubrí que su color proviene de las cenizas de los crematorios que vertían sobre él. Me quedé sobrecogido mirándolo y pensando en las miles de personas que habían acabado sus días en él.


Tras un rato salí de entre los árboles y me encontré con la parte más grande del campo. Decenas de restos de barracones se perdían hasta donde alcanzaba la vista. Era como un mar de chimeneas de ladrillo surgiendo del suelo y recordándonos que ahí una vez miles de personas se aferraron a la idea de sobrevivir.

Paseé entre ellas estremecido. Eran innumerables. Aquí me di cuenta del verdadero tamaño que tenía el campo y los miles de personas que lo habitaron. Un rectángulo de 2 por 2.5 km de lado. A lo largo de los casi cinco años que estuvo abierto pasaron por él aproximadamente millon y medio de personas. Cuando el ejercito soviético liberó el campo el 27 de enero de 1945 sólo encontró a 7.000 supervivientes.


Me dirigí hacia la entrada y por una pequeña escalera pude subirme a la torre que hay sobre la entrada del campo. Desde allí observé el atardecer. No se cuanto tiempo estuve allí. Perdí la noción del tiempo. No quería dejar de mirar para no olvidar nunca. Quería grabar cada imagen en mi retina. Recordar. Para siempre.

Hoy se cumplen 71 años del inicio de la II Guerra Mundial y Auschwitz nos recuerda lo que la locura humana puede llegar a hacer. No lo olvidemos.