sábado, 23 de marzo de 2013

Maldad


Hace unos días, a través de Grindr, recibí un mensaje de un chico desconocido que decía "pero mira que eres feo". No le hice ningún caso, lo leí y simplemente lo ignoré. Pero hoy lo he recordado y me he puesto a pensar que que puede llevar a una persona a escribir una cosa así. ¿Cuál es el objetivo de un mensaje de ese tipo? Y sólo se me ocurre uno, hacer daño.

¿Pero por qué un desconocido dedica su tiempo a intentar hacer daño a alguien que no conoce? Eso es algo que no me cabe en la cabeza. En estos momentos un mensaje así simplemente me provoca la risa, pero si me lo hubiera enviado hace unos pocos años, cuando me estaba descubriendo como gay y me encontraba inseguro y sin atreverme a dar el paso de quedar con nadie, sin saber ni siquiera si era gay y si llegaba tarde a este mundo ¿cómo me habría afectado? Pues creo que mucho.

Probablemente me habría encerrado en mi caparazón y alejado de cualquier forma de contacto, temeroso de un rechazo tan brutal. Y si a mi, entonces un hombre de cuarenta años y con un bagaje ya de la vida a mis espaldas le habría afectado tanto, ¿cómo se habría sentido un adolescente que empieza a dar sus primeros pasos fuera del cobijo familiar? Sería devastador.

En estos años he sufrido en primera persona varios sucesos similares. Hace un par de años otro chico me envió un mensaje metiéndose con el apodo que utilizaba en ese momento en una página de perfiles. Su primer mensaje fue un duro alegato afirmando de que no era digno de utilizar ese nombre y que era una vergüenza que lo usara. Recuerdo que me sentó mal y le rebatí los argumentos lo más educadamente que pude. Intercambiamos una docena de mensajes en los que, incapaz de defender su postura, cada vez incrementaba más su agresividad e insultos gratuitos, hasta que llegado un momento simplemente dejó de responder. Unas semanas después vi que había borrado su perfil.

También conté en una de las primeras entradas del blog la primera cita que tuve, o más bien la primera no cita, pues no se presentó. Todavía recuerdo el dolor de aquel día y lo mal que me sentí mientras regresaba a casa llorando bajo la lluvia. Si me hubiesen dado una paliza me habría dolido menos.

En estos tres casos ninguno de ellos llegó a mostrarse en ningún momento. No sé quienes son y puede que me los cruce de vez en cuando por el ambiente. ¿Lo recordarán o simplemente fue un divertimento de un día en el que se levantaron con ganas de dañar a alguien y que olvidaron inmediatamente? Así es como empiezan muchos casos de chicos que, incapaces de soportar la presión, acaban suicidándose. ¿Son conscientes de esto los que tienen este tipo de comportamiento? Prefiero creer que no, que su lucidez no alcanza más allá de la superficialidad de sus vidas y simplemente orbitan alrededor de su ego incapaces de la más mínima empatía. Porque creer lo contrario sería peor.

Sería simplemente maldad.


jueves, 7 de marzo de 2013

Seducción


Nunca he sido un gran seductor. Cuando era un adolescente hetero confundido por el poco interés que sentía por las mujeres, dejé sin desarrollar esa habilidad social que tantos éxitos reportaba a mis amigos. Los observaba con la curiosidad que puede sentir un naturalista ante el cortejo de apareamiento de dos cuerpos que retozaban entre la vorágine de luces de las discotecas. Pero no era para mi.

Mis conquistas, empujado por la presión social más que por el deseo, se debían más a hacer reir a las chicas que a una verdadera intención de atraerlas hacia mi. Era un efecto sobrevenido y en muchos casos no deseado. Así que cuando descubrí mi homosexualidad, pasados los cuarenta, me di cuenta de que no sabía que hacer para atraer a un chico.

En el otoño del 2010 me encontraba en Camboya visitando los templos de Angkor en Siem Riep, en un hotel para gays. Regresé sobre media tarde y, tras relajarme un rato en la piscina, subí a mi habitación con muchas horas libres por delante. Me conecté a internet y entré a una página de contactos que tan buenos resultados me había dado en Saigón. No tardé en tener bastantes ofertas para quedar y escogí una de ellas. Un chico menudo y sonriente que me propuso quedar a tomar una copa en el bar de un hotel bastante conocido de la localidad. Y acepté.

Tras preguntar donde estaba el FCC Hotel, y entre las risas cómplices del personal del hotel que intuían el porqué de mi pregunta, acudí hasta allí paseando. Una gran terraza junto al río y una música suave me recibieron. Y sentado en un gran sillón me esperaba mi cita, bajo las estrellas y con un gran fular al cuello, ajeno al calor sofocante de la noche.

Me dijo que se llamaba Steve, aunque sus rasgos delicados, entre filipinos e indios, denotaban un origen cláramente asiático. Pedimos unos zumos deliciosos y charlamos durante una hora antes de que me propusiese que siguiésemos la conversación paseando junto río. La luz de la luna nos acompañaba y algunas parejas, todas heterosexuales, se sentaban acarameladas en las riberas. Le pregunté si solían ir por allí también las parejas gays y lo negó con la cabeza mirándome con sorpresa.

Parecíamos dos adolescentes inexpertos a los que la timidez impedía dar un paso más. Rocé nuestras manos y acompasó su paso para no separarlas, pero evitando que se la cogiese. A ratos se separaba un poco cuando nos cruzábamos con alguien, pero daba de nuevo un paso discreto hacia mi cuando se perdían a nuestra espalda. Recorrimos toda la ribera hasta llegar a la zona de bares y cruzamos el río para regresar por la otra orilla hasta el punto de partida. Le miré, preguntándole con los ojos y me dijo que nos fuésemos a sentar en los jardines reales, cosa que le agradecí, pues mis pies doloridos de todo el día saltando entre las piedras de los templos me pedían una tregua.

Nos sentamos en la hierba fresca y charlamos un rato más. Me contó que no era camboyano, que había llegado a Siem Reap buscando trabajo, pero que su sueño era venir a Europa. No sabía dónde. Le daba igual, pero a Europa. Me habló de otros chicos e insistió mucho en que él no era un "moneyboy", un chapero a la caza de turistas, a pesar de que se lo habían ofrecido muchas veces. Me habló de su vida, de que había estado en Nepal y muchos otros lugares. Yo le conté cosas de España y de su Europa soñada, haciéndole ver que tampoco era el paraíso ni El Dorado, pero me dijo que le daba igual, que su futuro estaba allí.

Hablamos durante media hora más y pensé que no pasaríamos de ese punto, de una agradable charla. No me importaba, lo estaba pasando bien, pero el chico me gustaba.

De repente una idea me cruzó por la cabeza, y me tumbé en la hierba justo delante de él mirando las estrellas. Puse mis manos detrás de la cabeza haciendo subir mi camiseta levemente y dejando, descuidadamente, sobresalir el calzoncillo de mi pantalón. Noté como dudaba durante un par de minutos pero poco a poco dejo resbalar su mano sobre mi ombligo, jugando a su alrededor, primero con un dedo, luego con toda la mano. Subió por mi pecho y bajó hasta juguetear con la goma de mi calzoncillo, sin atreverse a pasar de ahí. Le miré con una sonrisa, animándole, y la deslizó suavemente por debajo. Un minuto después estábamos besándonos.

A unos treinta metros, cuatro polícias nos daban la espalda charlando animadamente ajenos a lo que ocurría detrás de ellos y la sensación de lo prohibido hizó más excitante el momento. Rodamos por la hierba hasta quedar medio cubiertos por un pequeño montículo y el ruido de nuestros cuerpos sobre la hierba hizo que uno de ellos mirara en nuestra dirección. Nos quedamos inmóviles y abrazados mientras su mirada recorría el parque buscando en la oscuridad. La luz de una linterna pasó rozándonos sin descubrirnos y el policía regresó a su charla.

Le besé de nuevo suavemente y me propuso ir a su casa. Nos deslizamos en la oscuridad hasta cerca del río y allí paró a un chico con una motocicleta con quien negoció que nos llevara. Nos montamos los tres y se dirigió hacia las afueras recorriendo callejones oscuros, atravesando patios y despertando a todos los perros del vecindario que ladraban a nuestro paso.

Acostumbrado a los diminutos estándares de los pisos europeos me sorprendí de que su casa era enorme, con un jardín inmenso. Encendió una luz y tras mirarme la apagó de nuevo arrojándose a mis labios. En la oscuridad nos besamos durante un buen rato mientras nos quitábamos la ropa. Desnudos, bajo las estrellas, acabamos besándonos bajo el agua de una ducha mientras la luna arrancaba reflejos de nuestros cuerpos.

Hoy Steve vive en Bélgica y sigo en contacto con él.