lunes, 27 de diciembre de 2010

Promesas


Me prometí que sonreiría toda la noche y que no desviaría la mirada. Me prometí sabores largos y respiraciones profundas. Me prometí juegos de palabras y puzzles de ojeadas. Me prometí no más ventanas frías en mi frente ni pestañas escarchadas. Pero hubo lunas en mi copa y reflejos de risas. Hubo silencios en mis dedos y piernas cruzadas. Hubo ampollas en el paladar y lazadas en el alma.

Me prometí que no creería en dolores y desertaría de pesares. Me prometí horadar la coraza y revestirla de ternura. Me prometí ríos de sorpresas y dedos sin pasado. Me prometí murmullos de albada y luces de neón. Pero hubo riadas de ayeres y pulmones sin alcohol. Hubo conversaciones concertadas y tonos extraviados. Hubo desamparo en la ducha y gritos en la almohada

Me prometí no escribir esto.

Pero sólo hay juramentos quebrantados.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Sapa


Después de todo el día viajando desde la isla de Cat Ba, llegué con mis amigos a la estación de tren de Ha Noi a media tarde. Teníamos billetes para el tren nocturno a Lao Cai, en el norte de Vietnam, un nudo de comunicaciones junto a la frontera china desde donde viajaríamos hasta Sapa, nuestro destino y punto de comienzo de nuestro trekking.

La estación de Ha Noi era un caos absoluto donde se entremezclaban los turistas despistados intentando averiguar desde que andén salía su tren con vietnamitas de todas las minorías regresando a sus casas. Por los rincones la gente se tumbaba en el suelo haciendo pequeñas parcelas de terreno conquistado a las cucarachas y compartiendo con una sonrisa sus escasos alimentos.

Tras varios despistes conseguimos localizar nuestro vagón. Como eramos cuatro habíamos reservado una cabina completa en la parte noble del tren, la que tenía aire acondicionado y que estaba repleta de turistas. No es cara para los estándares occidentales pero es prohibitiva para los sueldos vietnamitas. En la entrada una avispada revisora aprovechaba para vender cervezas a los deshidratados turistas.

Cenamos apretujados unos fideos que habíamos comprado de camino y nos acostamos en las duras literas intentando protegernos del descontrolado aire acondicionado. El cansancio del día y el vaivén del tren me arrullaron hasta caer en un sopor que se prolongó durante toda la noche con pequeños episodios de despertares intranquilos.

A las cinco de la mañana la ronca voz de la revisora nos despertó bruscamente diez minutos antes de llegar a nuestro destino. Con los ojos legañosos abandonamos el tren y salimos de la estación. Allí vi por primera vez a Quain, el que sería nuestro guía y amigo los próximos días. A pesar de la oscuridad que nos rodeaba su sonrisa parecía iluminar el aparcamiento de la estación.

Tras una hora y media en una furgoneta con más pasajeros que asientos, bajo una lluvia intensa y con un frío que se metía en los huesos, llegamos practicamente ateridos a un pequeño hostal donde nos ofrecieron una ducha de agua helada y unas toallas húmedas para que nos aseáramos un poco. Ya a punto de coger una pulmonía nos bajamos al comedor donde nos esperaba un Pho caliente junto a una crepitante chimenea.

Por fin la lluvia paró y salimos de trekking con Quain. Llamarlo trekking es un poco presuntuoso, porque con el frío las chicas pidieron algo suave y ligero, lo que lo convirtió en un simple paseo por los campos y pueblos de alrededor.

Quain tiene 24 años y una alegría en el cuerpo contagiosa. Caminaba con nosotros y se detenía junto a una flor a mirarla con deleite. Si nos encontrábamos una casa donde vendían algo, él era el primero en tocarlo todo, como un niño grande que disfrutaba por salir de excursión. Se probaba toda la ropa que veía. Intentaba hacer sonar todos los instrumentos. Si veía que mirábamos algo con cara de sorpresa, rápidamente nos contaba historias sobre sus costumbres y sus usos. Una vez paramos a tomarnos un té en un una especie de cantina local que tenía un mono atado en la entrada y su risa nos contagió a todos mientras jugaba con el mono y unos trozos de plátano.

Nos contó que era su último trabajo como guía. Su mujer vivía lejos de allí y él acompañaba a los grupos de turistas durante varios días y regresaba a casa cuando podía. Pero acababa de tener un hijo y ya no podía seguir con esa vida. Tenía que ser responsable y volver cada noche a casa como un buen marido. Su voz temblaba al decirlo y un deje de tristeza se traslucía en sus ojos. Se notaba que disfrutaba con su trabajo y pensar en meterse en una oficina le carcomía por dentro. Y cada paso que daba con nosotros lo disfrutaba como si fuese el último.

Vimos unos cuantos pueblos fuera de los caminos y le dijimos que queríamos acercarnos a alguno. Nos miró y con una sonrisa nos dijo que no eran para turistas porque el acceso era muy malo. Insistimos y rápidamente nos encontramos con el barro hasta las rodillas pero con nuestro orgullo intacto. El pueblo, todo de madera carecía de todos los servicios básicos pero disponía de uno que lo hacía especial: un grupo de niños que correteaba a nuestro alrededor, nos tiraban de la ropa, gritaban, se revolcaban por el barro, nos imitaban y se reían sin parar. Cuando nos alejamos los miré con envidia de su inocencia infantil.

Regresamos a Sapa y mis amigos se fueron de compras. Yo había visto carteles que anunciaban masajes y le pregunté a Quain por algún sitio bueno pero que no fuera sólo para occidentales. Me acompañó lejos de la zona turística y entramos en una antigua casa de baños tradicional de la etnia de los Dao Rojos, una de las minorías de la zona. Me acompañaron hasta una cabina con una cortina tras la cual dos barriles enormes me estaban esperando. Uno estaba lleno de agua caliente. Casi hirviendo. El otro estaba vacío y tenía una manguera conectada a un grifo por el que salía agua helada. Me desnudé y me introduje en el de agua caliente hasta adoptar una posición en cuclillas, tal como hacen los vietnamitas. Cerré los ojos y me dejé llevar por los vapores que emanaban.

Media hora después un chico me explicó por señas que saliese ya y pasase a darme el masaje. Me cambié de barril y el agua helada me sacó rápidamente de mi sopor. Con una toalla como única vestimenta y con mis ropas en la mano atravesé el salón de té bajo la atenta mirada de los parroquianos hasta alcanzar un tatami con un futón donde me tumbé boca abajo esperando al masajista. Cinco minutos después llegó una chica delgada y pequeña que me hizo colocarme boca arriba. Me desató la toalla y su boca se abrió con sorpresa mientras retrocedía asustada. La miré sorprendido y por gestos me indicó que me pusiese el calzoncillo.

Una vez resuelto el "pequeño problema técnico", inició el masaje a mis doloridos músculos. Se subió sobre mi y caminó por mi espalda. Retorció mis brazos y recorrió mis piernas pulsando con fuerza en cualquier sitio que me pudiese doler. Golpeó con saña todos mis músculos hasta conseguir dejarme a su merced. Y lo logró.

Salí de allí con paso vacilante notando el movimiento de todos mis músculos bajo la piel. El frío nocturno me hizo encaminarme hacia unas luces que se veían en la lejanía. Era un mercadillo bullicioso y repleto de pequeños puestos. Tras observarlos unos segundos me refugié bajo una tela que hacía las veces de carpa y pedí un té verde que sujeté entre mis manos heladas, cerré los ojos y me dejé llevar por la noche y sus sonidos envolventes.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Ignominia


Tras dos días remontando el río Mekong en barco, el autobús que me llevaba hasta Phnom Penh, la capital de Camboya, entró en la ciudad sobre las dos de la tarde. Observé con curiosidad las calles desde mi ventanilla hasta entrar en una plaza repleta de pequeños puestos y abarrotada de gente. Tras abrirse paso con dificultad entre la multitud se paró en una calle lateral frente a lo que parecía ser una sencilla estación de autobuses: un mostrador con dos ventanillas y unas mesas donde sentarse a esperar mientras tomas algo de la nevera portatil que exhibía un chico de unos diez años. Unos ventiladores en el techo intentaban aliviar un poco la sensación de bochorno.

Mientras se abrían las puertas del autobús y los de delante descendían lentamente, una multitud de chicos jóvenes saltaban detrás de una valla con gestos grandilocuentes compitiendo entre ellos para ganar nuestra atención. Ofrecían sus servicios como conductores de motos y tuk-tuks para llevarte a agún hotel donde les dieran comisión. Me fije en uno de ellos que me sonreía y me hacía gestos de que se quedaba con mi cara. Me reí y él se rió conmigo.

Ya con la mochila a la espalda y la pequeña mochila de la cámara de fotos en el pecho me dirigí hacia él. Regateamos entre bromas y le pregunté que si podría ir en la moto con las dos mochilas. Puso cara de extrañeza por mi pregunta y me dijo que no había problema. Y me monté. Atravesé la ciudad mientras pensaba que en cada esquina íbamos a volcar desequilibrados por el peso de mis mochilas, pero cada vez que la moto se inclinaba demasiado su cuerpo contrapesaba lo suficiente hasta lograr de nuevo la verticalidad.

Quedaban pocas horas de luz y tras darme una ducha rápida en el hotel cogí otra moto que me llevó a la antigua prisión S-21 "Tuol Sleng". La prisión era un conocido colegio que bajo el régimen de los Jemeres Rojos de Pol Pot se convirtió en prisión secreta y centro de tortura entre 1975 y 1979. Durante esos cuatro años se calcula que pasaron por su celdas entre 14.000 y 20.000 personas. De todos ellos solo 7 sobrevivieron.

Los detenidos eran fichados y fotografiados al entrar y se les inculcaba un reglamento de comportamiento que anulaba completamente su voluntad. Cualquier gesto, cualquier duda al responder o cualquier iniciativa era castigada con latigazos o descargas eléctricas. Incluso los gritos durante las penas eran castigados con más latigazos.

Junto con los detenidos se arrestaba a toda su familia pues el régimen consideraba que eran tan culpables como él. No había distinción ni por sexo ni por edad. Todos eran culpables. Se les acusaba de traición a la revolución y si no confesaban eran torturados. Hasta tres niveles de torturas se les aplicaban hasta que se derrumbaban y confesaban. Todo el sistema estaba creado para lograr el máximo dolor en las víctimas. Los propios guardias no conocían la razón del arresto y si dudaban al inflingir los castigos eran torturados asimismo.

Durante la estancia en la prisión vivían aislados y encadenados por los pies. Asustados. Aterrados ante la siguiente sesión de tortura. Cuando no podían más acusaban a algún conocido que inmediatamente pasaba a engrosar las listas de los detenidos. La rueda giraba y la maquinaria se engrasaba con sangre.

Entré por la puerta principal y me encontré dos patios gemelos. Enfrente mio, los edificios del colegio formaban una "E" cuyas sombras bajo el atardecer cubrían las tumbas de los últimos ejecutados. Cuando el ejército vietnamita entró en la prisión encontraron los cuerpos todavía atados y torturados salvajemente de los últimos prisioneros. Les sacaron fotos para que el mundo no olvidase ese horror y los enterraron allí mismo.

Entré en el edificio de la izquierda y me encontré unas habitaciones desnudas con las camas donde se encontraron los cuerpos torturados. En la pared una foto terrorífica tomada aquél día. Nada se ha tocado desde entonces.

Con el corazón encogido fui entrando en las demás habitaciones. Cada foto y cada tortura era peor que la anterior. No es que no quisieran dejar testigos sino que se habían ensañado con sus víctimas. A conciencia. Con crueldad metódica.

Dejé ese edificio y me dirigí al siguiente donde en interminables paneles pude ver las fotografías que tomaban a los prisioneros cuando ingresaban. Y junto a ellas las fotos de sus cadaveres torturados. Porque para probar que los guardias habían cumplido su trabajo los fotografíaban al terminar con ellos.

Paseé entre ellos y me fijé en sus miradas. Alguno incluso sonreía a la cámara sin imaginar lo que le esperaba. Había cientos de fotos. Miles. Y todos fueron torturados. El solo pensamiento bastaba para revolver el estomago. Una mujer contemplaba las fotos mientras se tapaba la boca con un pañuelo. Sus ojos brillaban vidriosos. De repente salió fuera y se sentó en un banco a respirar lejos del aire malsano de los expositores. Su marido la siguió y la abrazó. Me daban la espalda y no podía verles las caras, pero sus cabezas apoyadas una contra otra mientras ella temblaba fue suficiente.

Abandoné el edificio y me interné en el siguiente patio. Aquí el edificio principal se encontraba cubierto de alambre de espinos para evitar que pudieran salir los prisioneros. Dentro de las antiguas aulas colegiales se habían levantado toscos muros de ladrillos que dividían en pequeñas celdas las salas. Paseé entre ellas y me introduje en una. El espacio era diminuto. Cerré los ojos e intenté imaginarme lo que habrían sentido entre aquellas paredes, torturados, oyendo los gemidos de sus compañeros y con los pies inmovilizados por un cepo, pero la cordura humana impide imaginar tanto horror.

Las siguientes salas mostraban más fotografías. Las miraba una a una hasta que me di cuenta de que no podría nunca verlas todas. Sentí que los traicionaba un poco si no los miraba pero el número era inabarcable. Con una mirada a mi espalda me adentré en otra sala donde se podían contemplar algunos de los ingenios de tortura que habían utilizado los jemeres rojos para arrancar sus confesiones. Unos cuadros en las paredes mostraban recreaciones de ellas. Fueron pintado por Vann Nath, un reconocido pintor camboyano. Si buscáis su nombre en "Google Imágenes" encontraréis muchos cuadros que os darán una idea de lo que fue vivir en ese infierno. Vann Nath fue uno de los 7 afortunados que sobreviviron a la prisión.

Salí al patio ahíto de horror y los gritos espontaneos de unos niños jugando ajenos a lo que allí ocurrió me hicieron despertar de mi ensimismamiento. La prisión está ahora abierta al público y los camboyanos entran gratis. Los niños correteaban y saltaban riéndose sin parar. Esos gritos de diversión infantil son el mejor remedio que podía encontrar después de contemplar lo bajo que podía caer el ser humano.


domingo, 12 de diciembre de 2010

Momentos


Llevo varios días pensando en escribir alguna entrada sobre mi viaje a Vietnam y Camboya, pero cuanto más pienso sobre ello menos encuentro la forma. Y la razón es que no ha sido un viaje de lugares sino un viaje a través de personas y sentimientos. No es que lo hubiese planeado así, sino que cada situación se ha dado con independencia de las otras pero a la vez están encadenadas.

Muchos no se podrían entender sin conocer primero otros que me habían ocurrido a veces sólo cinco minutos antes y que me habían afectado. Y no hablo de grandes cataclismos ni momentos espectaculares que supongan una ruptura en mis convicciones. Para nada. Hablo de esa sonrisa que una vendedora de cocos me dedicó un atardecer en Cat Ba, o de Chantou, el profesor de universidad con quien conversé durante horas en un autobús. Hablo de Duy y su moto al anochecer rodeando el lago Ho Tay de Ha Noi, o de Mr. Sai el conductor de tuk-tuk que estudiaba inglés cuando no tenía clientes. Son momentos inolvidables para mi y que me gustaría compartir aquí con vosotros. Pero no encuentro las palabras.

¿Cómo explicar la sensación de éxtasis que me producía el viento en la cara yendo en moto por Saigón cuando en realidad era el calor de miles de tubos de escape contaminando sin parar? ¿Cómo explicar la sensación de tomar un baño tradicional Dzao estando en cuclillas en una tina de agua caliente durante media hora? ¿Como explicar el silencio y el aislamiento que sentí al nadar en la bahía de Ha Long una distancia imposible? No puedo. No sé como. No tengo palabras.

Perdonadme si lo que leéis los próximos días es inconexo o insustancial, pero sed indulgentes porque para mi no lo es. Son recuerdos que me acompañan y que cuando cierro los ojos vuelvo a vivir. Y a sentir.

viernes, 10 de diciembre de 2010

¡Felicidades Theodore!


Se levantó con una resaca espantosa. La noche anterior se había quedado hasta muy tarde y mezcló sin control. Con los ojos cerrados y con la cabeza bajo la almohada se decía que era la última vez, que nunca más lo volvería a hacer. Pero sabía que no era cierto. No podía dejarlo.

Por su mente pasaron fugaces momentos de febril diversión. Los recordaba todos, hasta el más nimio. Y una sonrisa afloró a sus labios resecos cuando la recordó. Era preciosa. Nunca antes había visto una tan espectacular. Mentalmente recorrió sus curvas y en cada recodo sus sentidos se disparaban. Sintió como se excitaba y crecer su deseo.

Se levantó con parsimonia y entre sus párpados entrevió los restos de la noche diseminados por su apartamento. Fue algo épico, homérico. Ella se enroscaba entre sus dedos y el placer fue creciendo a medida que se acercaba a su objetivo. Pero ahora tocaba recoger los restos de la bacanal.

Examinó los rincones con la mirada y su ojo experto detectó lo que podía reciclar y volver a utilizar de nuevo. Las vocales se encontraban desperdigadas alrededor del sofá, muy manoseadas y raídas. Son siempre las primeras en ser usadas. Cerca de la papelera podías tropezar con la X y la W, descartadas rápidamente. La P y la S estaban alineadas encima de la mesa, en formación militar, esperando a ser utilizadas como siempre. Pero esta vez no, se quedaron sin usar a pesar de que durante un buen rato estuvieron a punto de entrar en la selección.

La H a la que tanto cuidadaba y quería por su discapacidad, esta vez se había quedado en un rincón sin hacer ruido. Como siempre. La J se balanceaba de una lámpara donde la arrojó con violencia cuando no supo que hacer con ella. La miró con lástima y la descolgó con cariño. "No quería hacerte daño" murmuró. Descubrió a la D, la Q y la B colgadas del perchero y mirándole con sus ojos muy abiertos. "El otro día fuisteis vosotras. Bodoque. ¿Recordáis?" Ellas sonrieron complacidas y guiñaron sus ojos con complicidad.

La F le enseñaba la lengua con odio mientras la K y la L le daban la espalda despectivamente. "Comprendedme, os quiero mucho pero no puedo estar siempre con vosotras. Sois muchas y os quiero a todas por igual". Oyó entonces a la Z dormida junto al zaguán y ajena a todo el barullo. La recogió con cuidado y la apoyo en la almohada mientras la miraba arrebolado.

Sonrió cuando descubrió a la V y la Y asomando de un vaso. Parecían gemelas y sus brazos en alto le reclamaban un abrazo perentorio. Cuando las cogió la C se dejó caer subrepticiamente y se enroscó en su cuello cariñosamente.

La Ñ carraspeó muy digna desde el atril sabiéndose única y segura de si misma. No tenía problemas de autoestima. Sabía que muchas personas la defendían con denuedo. La colocó junto a sus compañeras y por fin su mirada buscó la palabra que con tanto ahínco había buscado anoche:

Trigémino

Se recreó en su son y lo repitió hasta saciarse. Era una borrachera de sonoridad. Repasó una a una las letras y paladeó su armonía con deleite. Jugó con ella y la imaginó en mil situaciones. Cerró los ojos y recorrió cada pliegue antes de desmontarla y comenzar a pensar cual sería la siguiente.

No podría dejarlo. Nunca. Porque él era Theo y jugaba con las palabras.


Felicidades Theodore :-)


Este divertimento felicitatorio se debe a que Ut y Alforte me invitaron a formar parte de una felicitación colectiva para Theo. De ellos es el mérito de que exista esta pequeña contribución.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Alejandro

 

Alejandro me escribió a principios de marzo con un divertido mensaje. Había visto mis fotos y leído mi larga descripción en un perfil de los que tengo desparramados por internet. Cruzamos unos correos y descubrimos que no vivíamos lejos uno del otro. Me propuso quedar y conocernos. Dudé. En aquellos días yo tenía la cabeza a punto de explotar y los nervios a flor de piel. Pero necesitaba salir de casa y acepté.

Antes de quedar me preguntó que si le apetecía besarme por la calle que haría yo. Me quedé paralizado y le expliqué que prefería que no lo hiciera, que no me encontraba todavía preparado para demostraciones públicas de afecto. Le ofrecí quedar en un bar para tomar algo pero me dijo que prefería pasear. Semanas después me enteré que le acababan de despedir del trabajo y no tenía dinero ni para tomar una cerveza.

Y acudí a su encuentro.

Mi primera visión de él fue recostado en un coche, pensativo y jugando con una llave en la mano. Levantó su cabeza, me vio llegar y sonrió. Le devolví la sonrisa y comenzamos a andar. Nuestros pasos se encaminaron hacia el río y paseamos léntamente por su orilla. A esa hora no había demasiada gente y la fresca brisa hacía que se apresurasen en regresar a casa, pero a mi sentir el frío en la cara me devolvió parte de la vitalidad perdida.

Alejandro tiene 23 años, un piercing en el labio superior y una sonrisa preciosa. Mientras andábamos le miraba a los ojos y descubrí un brillo de alegría contagioso que me encandiló. No paró de hablar. Me contó cosas de su vida y de sus amigos. Me habló de sus series favoritas y de la música que escuchaba. Y sus palabras fueron un bálsamo de tranquilidad. De vez en cuando nos cruzabamos con una pareja acaramelada y los miraba con envidia. Tras pasar una de ellas. Me paré y los seguí con la mirada. Y sin pensarlo le pregunté que si lo de besarme iba en serio. Me sonrió. Me cogió la cabeza y me besó allí mismo.

Fue mi primer beso en un sitio público. En ese momento me dio igual que me viesen. Cerré los ojos y me dejé llevar. Fue una sensación maravillosa.

Desde entonces nos hemos visto muchas veces. Suele venir sin avisar a casa y cuando le abro la puerta su sonrisa ilumina todo a su paso. Tiene un temperamento fogoso y nada más cerrar la puerta se lanza sobre mi y me arrastra a la cama. Lo paso bien con él aunque le encanta el sexo rápido y sin preliminares. Tiene una ingenuidad que me desarma y a pesar de su edad su comportamiento es el de un adolescente. Muchas veces me sorprendo de sus razonamiento tan pueriles y aunque intento explicarle que la vida no es tan simple la mayoría de las veces desecha mis argumentos con una sonrisa pícara e incrédula.

El lunes apareció una vez más por sorpresa, me besó y tras cerrar la puerta me llevó de la mano al dormitorio. Lo pasé bien, como siempre, pero una vez más le intenté explicar que el sexo puede ser todavía más placentero si se disfruta con tranquilidad, y que unos preliminares de besos y caricias pueden hacer más excitantes los momentos posteriores. Se rió, como hace siempre, y con una sonrisa me dijo "lo que pasa es que tu estás falto de cariño". Me quedé sin habla y no atiné a responderle.

Porque lo que me dejó sin habla es que probablemente tenía razón.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Regresar


Regresar es volver a donde uno dejó parte de si. Regresar es sentir de nuevo lo ya vivido. Regresar es hablar con uno mismo para continuar lo interrumpido. Y hoy regreso a mi mismo.

Hace casi mes y medio me despedí con la promesa de volver. Y aunque no puedo vanagloriarme de haber satisfecho siempre mis promesas, ésta sentía que debía cumplirla. Y para ser honrado, no tanto por vosotros como por mi. Supongo que podría calificarse de egoismo y autosuficiencia, pero también de necesidad y carencia.

Han sido unas semanas de viajar y disfrutar de la compañía de mis amigos. Y aunque me siento un poco culpable de pensar así, no puedo evitar creer que cuando ellos se volvieron a España me sentí libre para volar y disfrutar de romper unas cadenas que me agarrotaban.

No se si es que soy un misántropo o simplemente un ingrato, pero han sido dos viajes en uno. Una primera mitad por el norte y centro de Vietnam con mis amigos y una segunda viajando yo solo por Camboya y el sur de Vietnam. Y he disfrutado más la segunda que la primera. Y no podría razonar el porqué, pero sentí una vaharada de libertad que me hizo sentir vivo cuando llegué a Saigón y caminé por sus calles mezclándome con sus olores.

Quizá es el caos de la ciudad el que se identifica con mi mente o son las sonrisas las que tranquilizan mi inquietud, pero sentarme en la calle a tomar un té con ellos mientras millones de motos se entremezclan delante mío formando un cuadro inestable que satura mis sentidos me producía una paz interior que dificilmente podré reproducir aquí.

Aún tengo que ordenar mis recuerdos y clasificar lo sentido, pero imagino que algunas de mis futuras entradas versarán sobre el viaje. Espero que no os aburráis con historias que probablemente no tienen excesivo significado para vosotros, pero que me gustaría compartir porque fueron importantes para mi.

Quiero también dar las gracias a todos los que escribisteis un comentario para despedirme en mi última entrada. La verdad es que me sorprendió tanta participación. Pero fue una sorpresa que me hizo viajar con una sonrisa y la confianza rebosante. Y a los que durante este tiempo me habéis escrito a mi correo, tened paciencia. Estoy intentando responder a todos.

Durante mi ausencia bastante gente se han incorporado a este blog por primera vez. Bienvenidos a todos. Espero que lo que os gustó de mi ausencia no os espante con mi presencia.

Dicen que las guerras terminarían si los muertos pudieran regresar. He estado en Vietnam y he regresado, pero he traído la guerra conmigo. Allí he dejado la paz.

Ahora la debo encontrar aquí.