viernes, 20 de abril de 2012

Érase que se era...


... un potro que creció como un Bucéfalo asustado dándole la espalda a una sombra que le perseguía sin poder saber lo que era. Miraba por el rabillo del ojo y ahí estaba, unas veces más grande y otras casí diminuta pero siempre amenazante. Corrió y corrió hacia adelante huyendo de lo desconocido y cabrioleando cuando ésta le adelantaba casi siempre por sorpresa. Cambiaba de dirección dejándola atrás hasta que tarde o temprano lo alcanzaba de nuevo en una carrera que no parecía tener fin. Su caracter se volvió más y más asustadizo y empezó a rehuir la compañía de las yeguas que se le acercaban, pues al pararse y prestarles atención su sombra siempre se interponía entre ellos.

Un día, agotado, se tumbó y un joven, sin saber lo que hacía, posó sus manos sobre él consiguiendo inmovilizarle hasta que quedó, sin posibilidad de escape, frente a su eterno perseguidor. El miedo lo atenazó paralizándolo totalmente y sus relinchos inconexos al fin reconocieron en su perseguidor la parte de él mismo que nunca pudo ver. No volvió a ver a su Alejandro Magno de mirada triste, pero su recuerdo borroso lo acompañará para siempre.

Jugó en silencio con su sombra, sorprendido de que siempre hubiese estado ahí y recordó como en el pasado intentó ponerse frente a ella para que la reconociese aunque él siempre huía al menor atisbo de su presencia. La examinó, primero con miedo y luego desconcertado hasta que fue consciente de que era parte de sí. La miró desde todos los ángulos y durante meses la observaba sin atreverse a jugar con ella. Estaba ahí pero no era parte de él, sólo un reflejo oscuro que se negaba a marcharse.

Un día decidió enfrentarse a ella y salió a correr de espaldas al sol. Su sombra empezó a correr huyendo de él. Y cuanto más se afanaba más corría ella. Si se detenía, ella, burlona, lo hacía también incitándolo a seguir. Y poco a poco ese potro, que dejó atrás su juventud huyendo, se transmutó en un Peter Pan que la perseguía por todos los rincones para coserla a sus pies y volver al fin a un país de Nunca Jamás que no había conocido antes. Y mientras la perseguía, con cada salto que daba tras ella, notaba como las fuerzas perdidas brotaban de sus músculos agotados.

Han pasado casi tres años y medio desde que se enfrentó a su sombra y hoy cumplen dos desde que sus patas empezaron a garabatear temblorosas en este blog. Muchas cosas han cambiado, pero ese potro, ya maduro, sigue corriendo en pos de esa libertad que ya no ve tan lejana.

Esta entrada es para ti, que ahora lees esto y corres junto a mi en este galope embriagador.

Gracias.

De corazón.

sábado, 14 de abril de 2012

Trilogía de Varanasi: Neeha


Tras el relajante pero turbador masaje me senté en la terraza y pedí algo de cenar. Mi cabeza daba vueltas y comí mecánicamente mientras mis ojos, perdidos en mis pensamientos, miraban sin ver a los camareros que se movían como bailando entre las mesas llenas de turistas de mediana edad. En una puerta entreabierta al final del patio divisé una sala de ordenadores vacía y pensé que sería una forma de alejar mi confusión. 

No consultaba el correo desde hacía varios días y los mensajes se me habían acumulado. Borré la publicidad sin mirarla y repasé los correos pendientes por encima hasta que mi vista se posó en uno de Roxana y Samuel. Hacía un par de semana que nos separamos y a estas alturas deberían estar ya en Madrid. Lo abrí con ilusión y leí su contenido rápidamente.

Me contaron sus últimos días en la India y como terminaron su viaje en Varanasi, justo donde yo estaba ahora. Sonreí por la coincidencia y seguí leyendo. Me ofrecían su casa para dormir a mi vuelta a España e insistían en que cancelase mi noche de hotel en Madrid para pasarla en su casa cenando. Seguí leyendo para encontrarme con una petición que me dejó atónito.

En su penúltimo día en Varanasi, una niña que vendía velas para depositar en el Ganges se ganó su corazón regalándoles una vela y una sonrisa. Estuvieron hablando con ella y tras hacerle unas fotos con su mejor amiga le prometieron sacar una copia y dársela al día siguiente. Aunque lo intentaron, los cortes de luz repetidos y el adelanto en la salida del avión impidieron que cumpliesen su promesa. Me adjuntaban la foto y me pedían que sacase unas copias y localizase a Neeha y a su a amiga para dárselas. Sólo tenía que encontrarla. En una ciudad de tres millones y medio de personas.

Me quedé estupefacto. Sólo me quedaba un día en la ciudad y los únicos datos que tenía de ella eran su nombre y el último sitio en que la habían visto, uno de los ghats junto al río. Ni siquiera sabía donde estaba. Pero decidí intentarlo.

Me desperté muy temprano y pregunté en recepción donde podía encontrar una tienda de fotografía para sacar las copias. Con cara de compungido me informó que era imposible encontrar ninguna abierta ese día porque no sólo era domingo sino que además ese día comenzaban las fiestas de Diwali, el festival de las luces. Menuda casualidad. Creo que no olvidaré nunca esa fecha: 26 de Octubre de 2008.

Salí a la callé y empecé a preguntar a los conductores de tuk-tuks si sabían de alguna tienda abierta hasta que encontré un taxista que afirmó que un "primo" suyo tenía una y que "seguro" que estaba abierto. Negociamos el precio para todo el día y partimos hacia allí. No sé como lo pudo hacer, pero mientras conducía entre un tráfico caótico pitando sin parar, sujetaba el móvil con la oreja y llamaba a su "primo" para decirle que íbamos para allí. Al llegar la tienda estaba cerrada, pero mi conductor me dijo que su "primo" estaba a punto de venir. Media hora después al fin apareció y entramos en la tienda. Le explique lo que quería y me dijo que necesitaría un par de horas porque las máquinas estaban apagadas. Acordamos un precio claramente abusivo que no podía permitirme el lujo de rechazar y decidí aprovechar esas dos horas para visitar el Fuerte de Ramnagar, a unos 15 km de Varanasi.

Tras un trayecto muy interesante que incluyó un pequeño atasco, varios rodeos debido a unas vacas que habían decidido descansar en mitad de un rotonda y una procesión funeraria, al final cruzamos a través de un inmenso puente el río Ganges. La fortaleza de arenisca roja se encontraba en bastante mal estado, pero evidenciaba un pasado glorioso. Fue la residencia oficial del Maharaja de Varanasi y en su interior se encuentra su palacio, ahora convertido en museo. Tenía tiempo y disfrute de la cantidad de detalles de sus colecciones de palanquines, armas antiguas, relojes, ropa tradicional, coches de época, objetos de marfil y sillas de elefante, siempre bajo la atenta mirada de un vigilante que me seguía a todas partes y que me impidió tomar fotos. Un precioso mirador circular sobre el río me retrotrajo al siglo XVIII, imaginándome a las esposas del soberano paseando al atardecer mientras disfrutaban de la suave brisa que alejaba el agobiante calor.

Realicé el trayecto inverso para regresar a la tienda de fotografía y con gran alegría tuve en mis manos al fin las cuatro copias de la foto que había encargado. Era el primer obstáculo y lo había conseguido salvar. Ya era medio día y le indiqué a mi conductor que me dejara al principio de los ghats. Mi idea era recorrer desde el comienzo los 7 km que abarcaban los casi 100 ghats que recorren la orilla oeste del Ganges y cuando encontrase el ghat Kedar, el último sitio donde la habían visto, intentar localizar a Neeha.

Empecé en una playa de arena desde la que se divisaba el imponente perfil de Varanasi y eché a andar bajo el abrasador sol. A esas horas los ghats son totalmente diferentes de lo que había visto al amanecer. Los miles de peregrinos ya se habían retirado y sólo los habitantes de la ciudad los poblaban. A mi paso encontré pescadores que arreglaban sus redes con la minuciosidad aprendida a través de generaciones, ropa tendida bajo el sol que extendían directamente sobre un suelo cubierto de basura, bañistas tardíos que se enjabonaban en la orilla y ancianos que buscaban sombras donde cobijarse y dejar pasar un día más antes de morir en la ciudad sagrada, junto al río que les concede el don de evitar la reencarnación.

A medida que avanzaba me di cuenta de la cantidad de niños, probablemente huérfanos, que deambulaban por las escalinatas. Algunos corrían persiguiéndose entre risas mientras otros se ganaban un bol de arroz manejando mangueras más grandes que ellos con las que arrastraban la basura acumulada hacia el río. Me detuve un rato a contemplar a un niño que con gran seriedad manejaba una cometa como si fuese lo más importante del mundo. Y probablemente lo era para él. No hay muchos momentos de placer para los niños en Varanasi. Observé a un pareja que en cuclillas hacían sus necesidades en una de las escalinatas para a continuación salir corriendo hacia el río donde se lavaron con dedicación junto a una manada de búfalos indiferentes que, medio sumergidos, intentaban ahuyentar las moscas y el calor.

Un santón medio adormilado se incorporó a mi paso y me ofreció su bendición a cambio de una rupias. Más allá otros lo observaban para ver si le daba algo y ofrecerme a su vez sus propias bendiciones, por supuesto más poderosas y beneficiosas que las de sus rivales. Desde las escalinatas los habituales sonreían y me seguían con la mirada divertida mientras el santón intentaba cogerme la mano y marcarme la frente con un poco de pintura.

Atravesé el crematorio de Harishchandra que había visto el día anterior cuando navegaba por el río al amanecer. Una docena de piras ardían en ese momento y uno de los niños se ofreció a explicarme por una rupias como funcionaba. Me enseñó los distintos tipos de madera, desde la más barata que salía a 1 € el kilo hasta el aromático sándalo cuyo prohibitivo coste de 50 € sólo podía ser costeado por las familias más ricas. Hacen falta entre 200 y 250 kg de madera para quemar un cadáver. Es bastante dinero hasta para un occidental, por eso los más pobres son arrojados al río directamente sin poder permitirse el lujo de la cremación purificadora. Mientras estaba allí un brazo a medio quemar se desprendió y rodó hasta cerca de donde yo estaba. Con indiferencia el encargado de la pira lo recogió con dos palos y lo volvió a echar dentro. Nadie pareció sorprenderse. Dejé atrás el olor de la carne quemada y los asfixiantes humos del crematorio y seguí mi camino en busca de mi objetivo.

Atravesé una zona de camas de piedra donde algunos masajistas ejercían su labor sobre la espalda de los que se lo podían permitir. Me habría gustado tumbarme y disfrutar de un momento de relax, pero al ver que la gente dejaba sus cosas en el suelo, fuera de la vista de la camilla, decidí que era mejor no dejar mi cámara de fotos tan alegremente.

Al fin llegué al ghat de Kedar, todo pintado con franjas verticales rojas y blancas y del que ya puse una foto con unos Hare Khrisna en el primer post de esta trilogía. Estaba desierto y no se veía a nadie por ahí, así que me senté a esperar a la sombra por si aparecía Neeha. Durante la hora siguiente me sentí como un detective de televisión preguntando a todo el que pasaba si conocía a alguna de las niñas de la foto. Nadie la conocía. Alguno incluso me miró raro.

Empezaba a atardecer y ya creía que no podría cumplir mi encargo cuando de repente vi aparecer a unos niños con coronas de flores trenzadas para vender a los peregrinos que bajaban a realizar sus ofrendas por la tarde. Me acerqué a ellos y les mostré la foto. Uno de ellos me dijo que la conocía, pero que ese día no vendría porque estaba enferma. Todo mi esfuerzo para nada.

Me empecé a ir cuando de repente se me ocurrió preguntarle si sabía donde vivía. Me respondió afirmativamente y le pedí que me guiara hasta allí. Vi que miraba dubitativo sus collares y los paseantes junto al río y le dije que no se preocupara, que yo se los compraba. Su cara se iluminó y empezó a correr escaleras arriba haciéndome señas de que le siguiera. Justo antes de salir del ghat apareció en ese momento la otra niña de la foto. No sabía su nombre pero la reconocí inmediatamente. Saqué una de las copias de la foto y se la entregué. Todos sus amigos se arremolinaron sobre ella riendo y señalando la foto.

El chico me apremió y tras él entré en un laberinto de calles oscuras y estrechas en el que fácilmente me habría perdido si no lo llevara de guía. De vez en cuando se detenía y me sonreía indicándome que atravesase un callejón aún más estrecho y oscuro que los anteriores. Un sitio perfecto para asaltar a un turista desprevenido. A pesar de ello seguí adelante y al final se paró delante de un puerta cubierta nada más que por una tela. Y allí se puso a gritar el nombre de Neeha.

Mi corazón palpitaba alocadamente y casi se paró cuando levantando la tela apareció su cara en el dintel. Había mirado tanto tiempo su foto que sus ojos se me habían grabado en la memoria. Era ella, sin lugar a dudas.

Nos miro inquisitivamente y mi improvisado guía le dijo que la buscaba. Me miraba con desconfianza pero le dije que tenía algo para ella y me hizo pasar a su casa. Sólo dos habitaciones. Sin ventanas. La primera, una sala cuadrada de color azul, hacía la veces de sala de estar y cocina. No había muebles, ni mesas ni sillas. Un fogón en una esquina abarrotado de platos y cacerolas indicaba donde cocinaban. El resto de las cosas yacían desperdigadas por el suelo. De las paredes colgaban imágenes de sus dioses y perchas con ropa limpia. En un rincón un viejo televisor sobre una pequeña mesa mostraba hacía donde se sentarían por las noches mientras cenaban.

La otra habitación, igual de austera, igual de azul, sólo tenía un colchón sobre una base de ladrillo. Me hizo sentarme ahí y se sentó delante mío en el suelo esperando a que hablara. Su madre y su hermana, no queriendo dejarla sola con un extraño, entraron a la habitación y se sentaron en el suelo junto a ella, no sin antes haberme servido un te en una vieja taza descascarillada. Me sentí raro y un poco avergonzado al darme cuenta de que me habían dado el mejor sitio de la casa, su cama, donde probablemente dormían las tres.

Les empecé a explicar que venía de parte de unos amigos que no pudiendo cumplir su promesa me la habían encargado a mi. Les conté lo que había ocurrido y de la funda de mi cámara saqué la foto y se la entregué. Las tres mujeres juntaron sus cabezas para observar la foto y la preciosa sonrisa de Neeha hizo que todo el esfuerzo del día mereciese la pena. Probablemente esa foto era lo mejor que le había pasado en mucho tiempo. Cuando terminaron de admirarla las tres juntaron sus manos y me dieron las gracias con un "namasté" que devolví orgulloso.

Hablamos un rato en un rudimentario inglés mientras Neeha les iba traduciendo a su madre y hermana que asentían con la cabeza. Me rellenaron de nuevo la taza de te y le pregunté si me dejaría hacerle una foto de recuerdo. Una foto con la foto. Para mis amigos. Me dijo que sí.

Me despedí de ellas y al salir, sentado en el suelo, estaba todavía el chico que me había guiado. Me mostró los collares y se los pagué dejando que se los quedara. Trotando alegremente me llevó hasta la salida del laberinto. Mi garganta, seca y enrojecida por todo el día bajo el sol, necesitaba algo fresco, y le pregunté que donde podía beber algo. Me llevó a un puesto pequeño donde me sacaron una Pepsi no muy fría pero que me supo a gloria. Al verle mirarme beber me volví hacia el vendedor y le compré otra al chico. La cogió con las dos manos y pidió una caña para poder saborearla y exprimirla al máximo. Probablemente hacía mucho tiempo que no había probado ninguna. O quizás nunca. Me di cuenta lo afortunados que somos en occidente y que poco valoramos lo que tenemos. Pero ese día aprendí a valorar mucho más las pequeñas cosas. Lo aprendí mirando esa sonrisa.

Y la de Neeha.