viernes, 10 de mayo de 2013

Una vida de cine


No recuerdo cuando fue la primera vez que fui al cine pero no debía levantar más de dos palmos del suelo.

En los 70 mi padre era pluriempleado en Barcelona y cuando los dos necesitaban ausentarse a la vez nos compraban entradas para las sesiones dobles del cine del barrio. Eran cines muy baratos, de reestreno y sesión continua y no importaba cuando entrases porque las emitían en un bucle que a mi se me hacía infinito. Mi asombro por las imágenes hacía que me diese igual no contemplar el comienzo pues sabía que lo iba a ver después. El orden no era importante, las imágenes sí. Así viví aventuras en el ártico viendo "Estación Polar Cebra" y quise ser Espartaco, antes de conocer a Kubrick, con "Espartaco y los 10 gladiadores".

Pasé todo el verano del 76 en una playa de Tarragona sin atreverme a pasar del banco de arena que separaba la orilla de las aguas profundas, asustado de lo que esa oscuridad ocultaba. Mis padres, sin ser conscientes del impacto que iba a tener en mi, me llevaron unos días antes a ver el primer gran éxito de un director novel, "Tiburón". Quiso la casualidad que estando allí capturaron un pequeño tiburón extraviado que se había introducido en el puerto. Fue suficiente para que mis terrores infantiles se desbocaran durante todo el verano.

Fue yendo al cine como me enteré con 11 años que al día siguiente no iba a ir al colegio con mis amigos sino que me habían inscrito en uno nuevo en el que no conocía a nadie. La segunda vez en dos años. Un impacto que se mitigó al acudir al último estreno de James Bond "Moonraker". ¿Cómo no olvidar lo que iba a ocurrir el día siguiente viendo a Roger Moore luchando en la Estación Espacial y lanzando al malvado Drax al vacío? Aún tengo pesadillas con el personaje de Tiburón. Otra vez tiburón.

Con 13 años recibí uno de los mejores regalos que he tenido en mi vida, un carné gratuito para acudir a la filmoteca de mi ciudad. Pasé los siguiente 5 años de mi vida acudiendo a ella seis veces por semana y viendo todo tipo de películas. Allí descubrí que existía un cine más allá de Hollywood y me quedé fascinado por los Dreyer, Truffaut, Rossellini, Lang, Griffith o Bergman. Aún recuerdo como si fuera ayer lo que me sentí identificado con el Antoine Doinel de "Los 400 golpes" o como mis nudillos se quedaron blancos de apretar la butaca impactado por el sufrir de Edmund en "Alemania año cero".

Pero junto a esos clásicos también descubrí una de mis pasiones, los musicales. Aproveché mi pase para ver tres veces "West Side Story" y bailé en mi habitación como un loco imitando las acrobáticas danzas de los "Jets" y los "Sharks", los tiburones. Estaba predestinado. Pero recuerdo que el personaje que más me impresionó no fueron los de María o Tony, sino el de Riff, el jefe de los Jets, interpretado por un rubito que me cautivó desde el primer momento, Russ Tamblyn. ¿Un aviso de mi subconsciente de mi verdadera sexualidad? Tenía 15 años y aún tardaría otros 25 en atreverme a soñar en voz alta con él.

Quince años tenía también cuando toda España estaba frente al televisor viendo a la selección española de futbol buscar los 11 goles frente a Malta que necesitaba para clasificarse para la Eurocopa del 84. Tras el primer tiempo el resultado era de 3-1 y ahora necesitaban 12. Algo imposible. En ese momento llamó mi hermana y me propuso ir al cine a ver "Hair", un musical hippie, antimilitarista e irreverente que para un chico de esa edad, acostumbrado a los sermones católicos supuso un fuerte impacto. Canciones como "Sodomy" o "I got life" golpearon mi mente, todavía infantil, y me enseñaron un mundo diferente. España ganó y se clasificó. Yo no lo vi, pero no me he arrepentido nunca de haber ido al cine ese día.

Desde entonces he sido un asiduo a las salas de cine, yendo todas las semanas a ver una película hasta convertirlo en parte de mi vida. He descubierto obras maravillosas y me he equivocado muy pocas veces. He pagado religiosamente las entradas que han ido subiendo mucho más que el coste de la vida pero que yo consideraba dinero bien invertido. He soportado la reducción del tamaño de las salas y la disminución de las pantalla hasta convertirse en un remedo de la experiencia de antaño. He visto como empezaban a vender patatas, nachos y bocadillos en los bares del cine hasta convertir la asistencia al cine en una sinfonía de sonidos insufrible. He visto desaparecer el personal de los cines poco a poco hasta haber sólo un par de personas atendiendo media docena de salas. Desincronizarse la imagen del sonido y no haber nadie para arreglarlo. Me he desesperado para encontrar algo interesante que ver en una cartelera dominada cada vez más por los clónicos estrenos de Hollywood para adolescentes. Me he peleado con otros espectadores a los que les suena el móvil y que se ponen a hablar impidiendo oír la película ante la indiferencia de los trabajadores de los cines. Niños corriendo por la sala en películas para adultos a las que nunca debían haber entrado. Entradas que cuestan más compradas por internet a pesar de ahorrarles personal.

Pero lo que ha colmado la gota de mi paciencia fue encontrarme unas salas donde habían prescindido de las taquillas para encargarle el trabajo al personal del bar. Sólo había tres personas delante mío, pero pidiendo palomitas, bebidas, nachos, chuches y todo tipo de extras que hicieron que cuando me tocó el turno a mi la película ya había empezado. Me fui a casa sin entrar teniendo la sensación de haber perdido toda la tarde.

Y esa ha sido la última vez que he ido al cine.

Los dueños de las salas se quejan de que cada vez va menos gente al cine y lo achacan a la piratería. No señores, no. No es la piratería. Han echado de las salas poco a poco a la gente que le gustaba el cine, convirtiendo su negocio en guarderías y restaurantes. Ustedes ya no se dedican al negocio del cine, sino a ser una mera sección del centro comercial de turno. Han perdido su razón de ser, el de proveer de un momento mágico que nos maravillara y nos sumergiese en una historia asombrosa que durante dos horas nos hiciese olvidar la realidad. El de soñar otros mundos, otros lugares, otras personas. El de sentir.

Yo seguiré viendo cine y pagando por él, por supuesto, pero no será en sus salas. Ahora lo veo en mi casa a través de plataformas de pago, empezando a la hora que a mi me conviene, sin soportar niños, ni móviles, ni colas. Los olores a comida serán los que yo elija cada noche y con una posibilidad de elección de película mucho más extensa de lo que ustedes me puedan ofrecer nunca. Y por la cuarta parte de lo que les pagaba.

El cine a muerto. Viva el cine.