viernes, 23 de diciembre de 2011

El amante de la belleza


Cuando tenía nueve años una nutrida representación de sacerdotes irrumpió por sorpresa en nuestra clase y nos conminaron a ponernos de pie en dobles filas delante de la pizarra. Buscaban chicos para el coro con buenas voces y mirada angelical. Nos indicaron una canción de misa que todos conocíamos y comenzamos a cantar. No pasaron ni dos estrofas cuando el más viejo de ellos me golpeó en la cabeza con una vara y, con voz impostada, me dijo: "calla y siéntate".

Fue la primera vez que fui consciente de que la música que yo escuchaba me era imposible de reproducir. No es cuestión de que no tuviera voz, sino de que desafinaba notoriamente. Con los años he observado con detenimiento mi voz y he probado a modularla con cuidado para intentar acercarme a las notas originales. Con nulo éxito. Tengo mejor oído musical que la media de la gente y soy capaz de distinguir notas que los no entrenados no pueden, pero sin embargo soy incapaz de no desafinar. Es algo superior a mi. Y bastante frustrante.

Recuerdo que con doce años, estando en clase de dibujo técnico, nos mandaron dibujar lo que quisiéramos. El formato y la técnica eran libres pero la temática la escogía el profesor. Y eligió una historia sobre un ataque mongol sobre la muralla china. Días después decidió mostrar el resultado de los dibujos a toda la clase. Escogía uno de los dibujos y lo mostraba en alto a todos. Había alguno bueno pero la mayoría eran bastante flojos y las risas se sucedían. Casi hacia el final el profesor, con poco sentido pedagógico y nula sensibilidad se dirigió a mi delante de todos y me dijo: "mucho te has reído de los otros dibujos, mirad todos lo que ha dibujado él", y mostró en alto mi dibujo. Era con diferencia el peor de todos ellos y las carcajadas aún resuenan en mis oídos. Pero no es eso lo que me dolió, sino que ese fue el mejor dibujo que he hecho nunca.

Me encanta la pintura. Puedo pasarme horas en los museos admirando las obras colgadas y apreciando la complejidad de la composición, el virtuosismo del dibujo o el detalle de una pincelada aparentemente sin importancia pero que resulta vital para apreciar, en constraste, otros elementos del cuadro. Me gusta la mayor parte de las épocas pictóricas, desde los frescos de la antigüedad hasta el abstracto más moderno, pero soy incapaz de dibujar mejor que un niño de cuatro años.

En clase de artes plásticas casi siempre los materiales que empleaba quedaban claramente desalineados, con pegotes de pegamento desbordado o con clavos torcidos que astillaban la madera que sujetaban. El acabado de mis obras era tan deficiente que cuanto más intentaba arreglarlo peor era el resultado. A pesar de ello conseguí superar la asignatura durante varios años sustituyendo mi torpeza por la originalidad de mis planteamientos. Donde mis compañeros hacían una casita de muñecas convencional de líneas rectas y puras, yo construía un ataúd con ángulos obtusos, bisagras y tapa basculante. Donde ellos hacían figuras geométricas con cartulina a base de plantillas preestablecidas, yo montaba trenes de vagones geométricos disformes enganchados con palillos. Eso me salvo de mi poca destreza manual.

Con catorce años intenté escribir el guión de un cómic. Tebeos los llamaban entonces. Tenía el argumento en la cabeza y veía claramente la composición de las viñetas en mi mente como si fuesen escenas de una película que acabase de terminar de ver. Dibujé con frenesí durante horas robándole sueño a la noche y cuando lo terminé contemplé emocionado mi obra. No cabía en mi de gozo. Lo empecé a leer y cuando llegué al final encendí una cerilla y le prendí fuego. Lo vi consumirse lentamente junto con mis esperanzas. No sólo el dibujo era malo, sino que el guión que tan claramente veía en mi cabeza se había convertido en un amasijo de escenas inconexas lleno de clichés. Hasta para un adolescente de esa edad era palmario el bodrio que había dibujado.

En la adolescencia tardía me dediqué a componer poesía. Escribía de dos tipos, para conquistar a las chicas con sonetos llenos de falsa pasión y acrósticos evidentes, y versos sueltos donde daba rienda suelta a una frustración que me perseguía y que sin embargo no era capaz de ubicar. Los primeros no eran más que divertimentos olvidables, y los segundos se perdieron muchas veces entre las lágrimas. Hasta que un día, ahogado de mi mismo, los tiré todos y no volví a escribir nada en 20 años. Hasta este blog.

He admirado la belleza de las artes en todas sus formas, pero los dioses han sido crueles con sus dones. Me han permitido apreciarla pero no crearla. Soy como Moisés llegando a la tierra prometida después de vagar cuarenta años por el desierto y que se encuentra con que su Dios sólo le permite contemplarla desde la distancia sin poder pisarla nunca. Soy Quasimodo descubriendo que Esmeralda no sólo está fuera de su alcance sino que cada acto que comete la encamina hacia la muerte. Soy Abelardo, castrado y alejado de Eloisa sin poder abrazarla nunca más. Soy Cyrano soñando con ser Christian. Tristán sin Isolda.

Dicen que los críticos no son más que artistas frustrados sin talento. Yo no soy crítico. Pero podría serlo.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Trilogía de Varanasi: noche


Ya conté hace un tiempo como conocí a Samuel y Roxana viajando por la India hace justamente ahora tres años. En ese post relataba como nos conocimos y como los eché de menos cuando se fueron, pero como la intención del post era relatar mi primera salida del armario, me salté una de las más entrañables historias que he vivido en mis viajes.

La casualidad hizo que viajáramos juntos unos diez días por el Rajastán, pasando nuestros últimos días juntos en Udaipur, desde donde nos despedimos prometiendo vernos de nuevo en Madrid a mi vuelta. Sus vacaciones eran mucho más breves que las mías y yo me iba desviar por algunos pueblecitos del sur del Rajastán poco transitados por los extranjeros para disfrutar de una India más real. Ellos tenían ya sólo unos pocos días y querían dedicarlos a visitar tres de los lugares más emblemáticos de la India, Jaipur, Agra y Varanasi, a los que también acudiría yo, pero mucho más tarde.

Aproximadamente dos semanas después llegué a Varanasi (Benarés) tras haberme salido de la mayoría de rutas turísticas y dispuesto a dejarme empapar de la religiosidad de la ciudad más sagrada de la India. Varanasi vive de cara al río sagrado y toda la actividad de la ciudad bulle en torno a él. No se puede entender la ciudad sin el río. Y la India sin Varanasi.

Tras dejar la mochila en el hotel y ya a punto de anochecer, me dirigí hacia el río con intención de disfrutar del crepúsculo y una visión de la ciudad nocturna desde el río. En el silencio de la noche, sólo roto por el golpear de los remos sobre el agua recorrimos los fantasmagóricos ghats y nos dirigimos lentamente hacia la gran ceremonia de Aarti que se realiza todos los días al anochecer. Cientos de personas se congregan en tierra alrededor de los oferentes mientras multitud de barcas lo siguen desde el río. Los tambores resuenan en la noche acompañados de campanas, y el sonido cautivante de los mantras monótonos envuelven en un aura de respeto a los observadores que no pueden evitar sentirse parte de la ceremonia. Agua, fuego y rezos se mezclan para dar las gracias a la diosa Ganga, que responde reflejando la luz en su superficie turbia mientras en el aire el incienso y el sándalo inunda nuestros sentidos del aroma a India.

Pocas horas tuve de sueño pues había quedado con mi remero, Sabal, para salir de nuevo antes del amanecer y contemplar el ritual de purificación de la gente en los ghats, esas escalinatas ancestrales que se hunden en el río y donde todas las mañanas los fieles bajan a purificar sus pecados bañándose en el río sagrado. Gentes de todas partes de la India peregrinan para poder bañarse en sus aguas al menos una vez en la vida; para realizar las abluciones que limpian el karma y permiten avanzar en el ciclo de reencarnaciones. Familias enteras descienden las escalinatas y penetran en el río entre rezos musitados y espiritualidad contenida. Junto a ellos, chiquillos revoltosos se limpian la suciedad del suelo donde han dormido, entre juegos y risas confiadas.

Toda la orilla a lo largo de varios kilómetros se convierte en una marea de gente que sube y que baja las escalinatas, de jóvenes monjes practicando yoga en clases colectivas y brahmanes rezando los textos védicos ante un círculo de seguidores. Los santones, inmersos en su mundo interior, continúan recitando sus mantras interminables entre complicados rituales, ajenos al bullicio que los animales libres provocan a su alrededor en un deambular perezoso.

En el río las lámparas de aceite ofrendadas por los peregrinos se alejan de la orilla entre guirnaldas de flores y restos de jabón. Falta poco para el amanecer y la ciudad ya está despierta.


  
 


viernes, 11 de noviembre de 2011

Desconcierto


Últimamente no sé que me pasa. Tengo ganas de darle puñetazos a la luna pero tiemblo acurrucado en el sofá. No sé lo que quiero. No entiendo mi mente. Soy un extraño que habita en mi.

La rabia me domina, me corroe. Tengo que contenerme en el trabajo para no abrir la espita de mi enfado. Cada frase que pronuncio es un ejercicio de mesura para no dañar a los que nada tienen que ver con mi estado. Pero cada vez que me trago una palabra siento que algo cruje dentro de mi y el andamiaje de mi cordura chirría cediendo un poco más.

Tengo ganas de correr. De gritar desaforadamente. Necesito sacar de mi una energía dañina que amenaza con implosionar. Pero no sé como lograrlo. No sé.
 
He pasado diez días con Tony en un apartamento junto a la playa y me sentía cómodo conviviendo con él. Es extraño. Me despertaba y acercaba mi cuerpo hasta sentir el calor del suyo. Como un niño que busca a su su madre. Y si estaba despierto me rodeaba con su brazos. Sentía su respiración en mi espalda y mi corazón se acompasaba bajo sus caricias.

Creo que Alejandro acertó con su diagnóstico cuando me dijo que estaba falto de cariño. Necesito perderme en una mano que me envuelva. Cerrar los ojos y sentir que ese momento será eterno y que como olas del mar las caricias volverán una y otra vez a acunar mi piel. No quiero sexo, no lo necesito. Sólo una mano amiga.

En los breves momentos en que la lucidez aflora me pregunto si me estoy enamorando o es que simplemente imploro el cariño que la vida me ha negado tantos años. ¿Cómo saber cuando es amor y cuando carencia? El amor me fue esquivo y la madurez del cuerpo quizá no ha ido acompañada de la madurez sentimental.

Mi primer beso adolescente fue algo frío. Algo buscado. Como un trofeo necesario. Pero más allá de la consecución no provocó ni un solo sentimiento. ¿Estoy acaso sintiendo ahora lo que mi cuerpo púber anheló tanto tiempo y acabó creyendo que no existía?

Tony me busca y quiere estar junto a mi. ¿Pero está enamorado o es sólo mi mente la que juega conmigo tergiversando la realidad para hacerme sentir como un macho alfa triunfante? Son pequeños detalles. Una llamada, un cambio de planes, un mirada fugaz. Hoy, como de pasada, me ha dicho que ha empezado a ver series subtituladas. Puede parecer un detalle sin importancia, pero yo sé que lo odia. No soporta los subtítulos. Pero sabe que a mi me encanta ver las películas en versión original y que es algo que nunca hacemos juntos. Le he respondido con una broma pero se me ha hecho un nudo en el estómago.

Tengo nublado el juicio y soy incapaz de discernir. No sé lo que quiero ni soy capaz de entender lo que me pasa. Sólo sé que necesito extirpar la rabia y golpear algo hasta la extenuación antes de dañar a alguien.

Y la luna me mira burlona.

martes, 18 de octubre de 2011

Apagado


Así me encuentro desde hace un tiempo. Apagado. Me falta esa energía que mueva mi ilusión. Cuando junto los dedos ya no saltan chispas, sólo noto el leve cosquilleo de los intentos vanos y la emoción perdida. Me siento a escribir y las palabras no fluyen. Se arrastran y se atropellan en mi mente en una cacofonía vacua. Varios textos a medio escribir se acumulan entre los borradores, oscuros de concepción, negros de escritura e injustos de significado.

Pruebo con historias de alegre recuerdo y solo consigo grotescos remedos de relatos. Lo intento con sentimientos y son parodias de emociones y esquivos pensamientos ininteligibles. Me fallan las fuerzas y las batallas se acumulan. A mi alrededor se multiplican los frentes y las tensiones se magnifican. Estoy cansado.

Estoy cansado de calcular mi vida en función de los bancos. Estoy cansado de sentir que cada gasto es una sonrisa en el director de mi oficina y un apunte más en la cuenta de resultados de mi alma. Estoy cansado de escribir a gente buscando una mano amable y sólo encontrar pedazos de carne lujuriosos. Estoy cansado de comportarme como un ser humano y ser tratado como un objeto prescindible.

Necesito aire.

Salgo un sábado por la noche y a pesar de no ser mala gente, Jasper y sus amigos viven en un mundo ajeno a mi. Son sólo cuatro o cinco años mayores que yo y sin embargo nos separan más de veinte años y una vida. Tal vez sea yo que llegue tarde cuando ellos ya están de vuelta, pero ya no puedo correr más.

En el trabajo los conflictos crecen cada día con los cambios incontrolados. La nave va a la deriva y los jefes cambian los timoneles sin dejarles ni calcular el rumbo. Mañana volverá a haber un cambio de ruta y todo el trabajo realizado en los últimos meses se desechará bajo la indiferencia de los que no hacen nada nunca. Las discusiones se multiplican y el ambiente se enrarece. Ya no hay alegría en la mirada y los chistes han desaparecido. La máquina de café, otrora fuente de tertulias, es ahora un páramo de miradas esquivas.

Mi frustración la he volcado en el deporte y consumo mi desilusión en sesiones maratonianas que vacíen mi cerebro de oxígeno y reduzcan mis pensamientos al mantenimiento de las constantes vitales. La mirada perdida y la música en mis oídos intensifican el esfuerzo y merman la consciencia hasta el exceso. El otro día me mareé y casi caigo desmayado, falto de riego sanguíneo y sentido común.

El deseo sexual se ha reducido hasta desaparecer y sólo encuentro descanso en las caricias de un Tony solícito y siempre dispuesto a acogerme. Pero él también tiene sus problemas. El lunes pasado le comunicaron que sobra gente en su empresa y necesitan reducir gastos temporalmente. Aunque la situación era muy mala no lo esperaba. Le han dejado en la calle durante un par de semanas a la espera de que entren nuevos pedidos. 

Con la mirada triste me ha dicho que para estar aquí todo el día, solo y sin trabajo, mejor se iba a un apartamento que le deja su hermana cerca de la costa valenciana. Me quedan unos días de vacaciones sin utilizar y he decidido irme con él. El sábado partimos hacía allí y estaremos hasta final de mes. No sé lo que haremos pues ninguno de los dos está para gastos, pero al menos nos evadiremos durante unos días para respirar un aire diferente.

Nos vemos en noviembre.

domingo, 2 de octubre de 2011

Bajo el sol del pasado


El sol en la playa va dorando nuestra piel a fuego lento cuando sin darnos cuenta pasamos muchas horas bajo su mirada. Pero no sólo calienta nuestra superficie, sino que poco a poco penetra en nuestro interior calentándo también nuestro cerebro. En algunos produce dolor de cabeza e insolación y en mi, como si estuviera realizando la fotosíntesis, acelera mis pensamientos y los lleva a razonamientos insospechados.

Este verano estuve unas semanas en la playa sin demasiado que hacer, sin demasiado que observar y sin demasiado que soñar. Pasé muchas horas tumbado en la arena bajo ese sol que acariciaba mi piel y mi mente entró en ebullución incapaz de contener el borbotón de pensamientos incontrolados. Y uno de ellos me inquietó.

Al igual que el Aschenbach de "Muerte en Venecia", uno de mis entretenimientos era mirar a la gente que paseaba por la orilla. Es un pasatiempo banal, pero que llenaba mis ratos muertos con la variedad de la gente. Y entre ellos, como si de un Tadzio reencarnado se tratara, un adolescente de quince años salió del agua y parándose en la orilla agitó su pelo al viento para descargarlo del agua salada. Pero a diferencia del personaje novelesco, a este chico si lo conozco. Es el sobrino de mi amigo Nathan.

He tenido muchas oportunidades de tratarlo y conversar con él. Incluso me han invitado a comer con toda su familia un día y lo tuve sentado enfrente durante todo el refrigerio. Y siempre que hablo con él tengo la misma sensación. Es gay.

Nadie en su familia parece notarlo, o al menos los comentarios y conversaciones nunca parecen indicar esa posibilidad, pues siempre le están haciendo bromas sobre "esas novias que tienes escondidas" o "seguro que las tienes a todas locas por ti". A Nathan tampoco se le ha debido pasar por la cabeza la idea, porque estoy seguro de que me habría dicho algo. Cuando salí del armario descubrí que era un mundo tan ajeno a él que no sabía ni como tratar el tema. Tenía curiosidad e intentaba ayudarme pero se sentía confuso sobre como abordarlo. Si tuviera la más mínima duda de que su sobrino fuese homosexual estoy seguro de que vendría a pedirme consejo.

Es posible que ni el propio chaval lo sepa y se encuentre todavía en esa fase de ambigüedad e indefinición en la que se siente inseguro sobre su sexualidad. O quizás sí lo sabe pero aún no se siente con fuerzas para afrontarlo y salir del armario con una familia que es muy conservadora y religiosa. Casi cercana al Opus Dei.

En verano solemos quedar a jugar a las cartas por las tardes, y entre los habituales, además del propio Nathan, están su hermano y su cuñado, el padre del chico. Su hermano me sorprendió este verano, una noche en que estábamos de copas, con un discurso homófobo que parecía salido del pasado. Me desconcertó mucho, porque había meditado pedirle a Nathan que le dijera que yo era gay. Pero me siguen doliendo tanto este tipo de comentarios que no lo hice y lo dejé correr. El padre del chico también es de hacer chascarrillos a costa de los "maricones", aunque suele ser más moderado. Pero me temo que se tomaría muy mal que su hijo formara parte de "ese grupo", blanco de sus bromas.

Teniendo en cuenta ese ambiente familiar, previendo el conflicto interno que se le puede plantear al chico, y para evitarle futuros sufrimientos, me preguntaba si yo debería hacerle algún tipo de insinuación o comentario a Nathan para prepararle ante esa eventualidad y que estuviese atento para ayudarle. Me gustaría evitarle todo sufrimiento en la medida de lo posible.

Mi radar gay tampoco es muy fiable que digamos, y temo equivocarme y meterme donde no me llaman, pero por otro lado a mi me habría gustado que alguien me hubiera ayudado o dado un empujón para ver la verdad cuando tenía su edad.

Y todo esto me lleva a pensar que si hubo acaso bajo el sol del pasado algún Aschenbach que se dio cuenta de que yo era un gay adolescente y dejó morir en la playa sus deseos y mi futuro.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Descubriendo Angkor (3ª parte)


Aunque quería haberme levantado temprano y acudido a ver el amanecer en las ruinas, el esfuerzo del día anterior, la tormenta y el descenso de la montaña en la oscuridad hicieron que dejara escoger a la naturaleza la hora de despertarme. 

Un sol tímido se metió en mi cama y jugueteando con mi cara adormilada desperezó mis maltrechos músculos que sólo reaccionaron bajo la cálida agua de la ducha. Un desayuno junto a la piscina y el frescor matutino en ese pequeño oasis verde terminaron de hacer el resto. En la puerta Mr. Sai me esperaba de nuevo con la sonrisa y el tuk-tuk preparado para partir, hoy ya sin guía y dispuesto a disfrutar por mi mismo de cientos de rincones por descubrir.

El día anterior había realizado lo que llaman el circuito pequeño, que engloba los dos templos más importantes (Angkor Wat y el Bayon) y unos cuantos templos cercanos a ellos. Para este día decidí realizar el gran circuito, que abarcaba algunos de los templos más alejados y algo menos masificados.

Empezamos por el Prasat Kravan, un templo aislado en un paraje verde junto a un pequeño lago que después de los enormes complejos del día anterior parecía la versión minimalista del arte jemer. Solo cinco torres alineadas que ocultaban en su interior unas espectaculares tallas de ladrillo representando a Visnú.

Nos dirigimos después al Banteay Kdei, un antiguo monasterio budista formado por paredes concéntricas y patios semiderruidos con columnas labradas que me recordaron vagamente a los templos egipcios. Los árboles circundantes dejaban en sombras la mayoría de los claustros creando una atmósfera mágica y silenciosa sólo rota por el inoportuno aparecer de algún turista por una puerta abovedada. Por las esquinas multitud de tallas de apsaras de delicado trabajo contemplaban mi paseo, mudas ante mi fascinación. En el exterior me encontré una inmensa piscina de abluciones reservada para el rey y sus esposas, precedida de un montón de puestos de recuerdos para turistas, y que me permitió compartir una divertida conversación con una vendedora de libros ocurrente e ingeniosa con la que acabé tomándome un refresco y riendo sin parar.

El Pre Rup fue la tercera parada del día. De tres niveles de altura y coronado por cinco torres con forma de loto es un claro exponente de los templos-montaña a los que se asciende por enormes escalinatas hasta la plataforma superior. Mientras subía, embobado por su tamaño, me cruce con Carmen y María, las granadinas que el día anterior compartieron puesta de sol y tormenta conmigo en el Phnom Bakheng. Me contaron como habían llegado empapadas a su hotel, pues ellas había ido a las ruinas en bicicleta. Hoy llevaban tuk-tuk.

El Mebon Oriental, una versión reducida del Pre Rup y que en tiempos estuvo en el centro de una piscina hoy seca, mereció una corta visita en la que admirar las estatuas de elefantes que flanqueaban las esquinas de las plataformas. De allí me dirigí hacia el Ta Som, un pequeño templo budista con preciosas puertas y patios tomados al asalto por la jungla y con una atmósfera íntima que me encantó. Una de las puertas estaba totalmente fagocitada por un inmenso árbol cuyas raíces han penetrado la piedra hasta no saberse quien sostiene a quien. 

Para acceder al Preah Neak Pean, mis siguiente parada, una pasarela de madera cruza un espectacular paisaje en el que los árboles brotan de las aguas que lo circundan. Las lluvias del día anterior habían removido el lodo arcilloso del fondo dando una tonalidad ocre al agua y que contrastaba con el verdor de los árboles que surgían de la zona inundada. La luz que se abría a duras penas camino entre las ramas y que se reflejaba en las aguas anaranjadas creaban un paisaje feérico y misterioso en el que pude percibir nítidamente el sonido de una libélula que a modo de reina de las hadas me llevó hacia el interior del templo.

En realidad el Preah Neak Pean no es un templo sino una gran piscina cuadrada rodeada de otras cuatro formando una cruz y conectadas entre si por surtidores con formas de animales. En el centro una isleta central redonda formada por las colas entrelazadas de dos serpientes soportan el pequeño templo que da nombre al conjunto. Nada más entrar un chico joven de unos quince años se me acercó para venderme marionetas mientras su hermano pequeño me tiraba de la manga para que le enseñara las fotos. Arrodillado a su altura para que viese la pantalla le mostré algunas de las fotos que había tomado ese día y su risa cristalina brotaba sin parar cada vez que reconocía un lugar señalándole a su hermano las fotos y diciendo en voz alta el nombre de los templos.

Me despedí de ellos y empecé a rodear las piscinas cuando de repente y sin previo aviso el cielo pareció desplomarse sobre nuestras cabezas. Una lluvia torrencial empezó a anegar todo y sin tener ningún sitio donde guarecerme sólo pude sacar mi pequeño paraguas de viaje e intentar soportar estoicamente el diluvio que amenazaba con ser eterno. Vi pasar entonces por delante mio a los dos chicos que con risas y las marionetas en la mano subieron por una brecha en la ladera de arcilla y se perdieron entre la espesura. Mi paraguas, escaso de tela y válido sólo para una lluvia suave empezó a calar pronto y pensé que si aquello no escampaba rápido tendría que salir de allí nadando. En ese momento oí la voz del chico de las marionetas que desde lo alto me llamaba y con gestos me animaba a subir hacia los árboles.

Escalé como pude la ladera arcillosa y lo seguí entre la espesura hasta un pequeño refugio que bajo unos plásticos tenían preparado. Toda la familia se encontraba allí guarecida del temporal y me hicieron un hueco para que me protegiera. El niño pequeño, señalando mi cámara le dijo algo a su madre que no entendí pero que pude imaginar pues su excitación era palpable. Su madre, con la cara medio desfigurada por quemaduras que le paralizaban el lado izquierdo me sonrió pero no dijo nada. A mi lado el abuelo, absorto en la contemplación de un libro, desgranaba como una salmodia la lectura de un texto probablemente religioso mientras el padre, con los ojos cerrados asentía cada versículo. Mientras esperábamos a que la lluvia parase saqué unos caramelos de regaliz extrafuertes que suelo llevar para despejar la garganta y se los ofrecí intentando explicarles por gestos lo que iban a notar. Al poco de chuparlos todos empezaron a advertir sus efectos y lo comentaban asombrados entre risas y gestos con la mano como si les quemara la garganta, pues no estaban acostumbrados al frescor que producen este tipo de caramelos.

Por fin cesó la lluvia y con una sonrisa y un gesto de agradecimiento me despedí de ellos para dirigirme hacia mi última parada, el templo de Preah Khan. Es uno de los más grandes de todo el complejo de Angkor, con un edificio principal de casi un kilómetro de largo y que se encuentra salpicado de estrechas galerías y múltiples patios semiderruidos donde descubrir mil y un rincones espectaculares. Fuentes, bibliotecas, apsaras, garudas y todo tipo de tallas hacen de este templo una visita fascinante en la que invertí más de dos horas dejando al preocupado Mr. Sai pensando que me había perdido. Creo que examiné casi cada rincón del templo saliéndome de la vía principal que siguen todos los turistas y saltando por encima de las piedras para acceder a ignotos patios no accesible de otra forma.

En una de estas escaladas por entre los escombros y estando casi al final del templo, resbalé en una piedra húmeda y una de mis chanclas, que había soportado todo un viaje de penurias y el "robo" en el Palacio Real de Phnom Penh, se rompió dejándome descalzo en lo alto de un montón de piedras y casi a dos kilómetros de mi tuk-tuk. Intenté arreglarla pero fue imposible y emprendí el regreso con la chancla rota. Pronto me di cuenta de que no podría andar esa distancia con el calzado en ese estado y opté por descalzarme del todo. Caminé entre las ruinas descalzo mientras los demás turistas con los que me cruzaba me miraban como si estuviera loco, pero por un rato yo me sentí tan salvaje como Mowgli en el templo de los monos sin memoria.




























jueves, 15 de septiembre de 2011

Anonimato


Creo que alguna vez he comentado que soy una persona previsora que le gusta adelantarse a los problemas para así poder reaccionar de la mejor forma posible cuando el dilema se presenta. En realidad esta conducta lo que hace es ocultar mi miedo a no responder correctamente a una situación inesperada, a quedarme bloqueado, incapaz de tomar una decisión coherente que solvente el momento. Y uno de los temas que ronda mi cabeza últimamente es el tema del anonimato.

Cuando empecé a escribir este blog y Blogger me pidió una descripción escribí sin pensar:

Puedes llamarme Parmenio. Descubrí que era gay hace poco. A los 40 años. Vivo en España. El lugar concreto importa poco.

Ha pasado año y medio de ese momento y lo que escribí en aquel momento sigue siendo válido hoy. Es un nombre bonito pero no me llamo Parmenio. Nunca he dicho mi nombre auténtico en el blog ni he mencionado donde vivo, aunque quizá rastreando todo lo que he escrito durante este tiempo se pueda intuir. He procurado no nombrar sitios concretos ni lugares de mi vida cotidiana aunque todo lo demás que he escrito, salvo los nombres de las personas, es real. Cada situación que describo ha ocurrido siempre tal y como la cuento, y si las leyesen alguno de sus protagonistas las podrían reconocer en todos sus detalles. O quizás no, porque mucho de lo que relato está pasado por el tamiz de mis sentimientos y bajo el velo de mi mirada.

Es altamente improbable que ninguno de ellos alcance a leerlo, pues el número de personas que pasan por este blog diariamente, aunque para mi ego son una cantidad altísima, en realidad son muy pocas como para darse la casualidad de que uno de ellos encontrase el blog. ¿Entonces por qué oculto esta información? ¿qué pasaría si dijera donde vivo? Pues que los lectores de mi ciudad se fijarían más y las difusas referencias pasarían a ser obvias para los ojos interesados.

Yo no vivo en un Madrid o un Barcelona donde los millones de personas anonimizan automáticamente a cualquiera que no quiera ser reconocido. Aquí, una ciudad mucho más pequeña, el comportamiento se asemeja más al de un pueblo. Cuando salgo por los escasos bares de ambiente y me fijo en alguien, casi siempre alguno a mi alrededor lo conoce o conoce a quien lo conoce. Y con quien ha salido. Y con quien se ha acostado. Y la marca de champú que utiliza en la ducha.

Nunca me han interesado los cotilleos ni las historias de los demás que no me han contado directamente los interesados. Pero debo ser el único, pues si saludo en un bar a un chico, la pregunta que me hacen siempre es ¿te has acostado con él? Yo intento explicar que me gusta conocer gente y que no siempre me acuesto con todos los que conozco, que para mi muchas veces es suficiente una cerveza y una sonrisa. Pero no se lo creen.

Si algún día alguien de mi ciudad se acercase y me preguntase ¿eres Parmenio? no se que haría. Me gustaría poder decir ¡sí, claro! y comentar muchas cosas que cuento aquí. Sería una forma fabulosa de conocer gente y compartir esos momentos que tanto han significado para mi. Y ellos me contarían como ven desde fuera mis problemas. Sería una fabulosa forma de conocer gente.

Pero creo que no sería así.

Sólo serviría para que identificasen a todas las personas de las que he hablado durante este tiempo. Y probablemente les gastarían bromas crueles aprovechando lo que cuento de ellos. ¿Cómo podría entonces escribir mi realidad sabiendo que alguien podría sufrir por ello? A partir de ese momento mediría cada palabra que escribiese hasta despojar totalmente de sentido de descarga emocional su contenido, convirtiendose más en un sufrimiento que un desahogo.

Una vez más estoy en el armario.

En el armario bloguero.