miércoles, 10 de octubre de 2012

Mi madre


No sé lo que pensó. Pero recuerdo su cara.

Me miró unos segundos y sólo dijo "vale", pero noté como acusaba el golpe. Durante un rato su cabeza debió estallar entre la incredulidad y la catatonia. Yo la miraba con mis manos tensas aferradas a los brazos del sillón y tuve que respirar hondo para tener el coraje de decírlo en voz alta. Me faltaba el aire. Me faltaba el valor.

"Tengo una cosa que decirte" balbuceé. "Soy gay"

Levanté la vista hacia ella y durante unos segundos vi como si todo su ser se replegase hacia dentro huyendo de la verdad. "Vale". Solamente. Pero yo necesitaba más.

El silencio se me hizo irrespirable. "No tengo novio ni voy a traer a nadie a casa, no te preocupes" acerté a decir. Es lo único que se me ocurrió. Quizás no era lo más adecuado pero la sangre golpeaba mis sienes y no me dejaba pensar. Y el silencio. Ese silencio.

Noté como se había quedado bloqueada. No reaccionaba. "Si tienes alguna pregunta...si tienes alguna duda...".

Silencio.

Cambié de tema y empecé a charlar como si lo anterior no hubiera pasado nunca. Pero había ocurrido. Y no era como yo lo había imaginado en mi cabeza. Había ensayado el momento mil y una veces, representando en mi mente todas las palabras que iba a decir, pero todas se perdieron cuando la miré a los ojos y empecé a ahogarme.

La charla intrascendente la sacó de su ensimismamiento y conversamos un rato. Pero su mente no estaba puesta en las palabras. Y la mía tampoco.

Me despedí de ella y al llegar a mi coche lloré.

Tardé una semana en volver a verla y para entonces ya lo había asimilado. Y hablamos. Durante una hora hablamos sin parar. Le conté por encima como había llegado a esa situación. De como hacía un año que lo había sabido y de como me había costado asumirlo. Se preocupó por mi y me preguntó si el peso que había perdido se debía a eso. Durante ese año había perdido 25 kg. "Creo que no" le dije, "pero el gimnasio me ha ayudado a no volverme loco y a llegar tan cansado a casa que evitaba que pensase".

Durante las semanas siguientes le desgrané retazos de mi historia pero no se lo conté todo. No le dije lo que había sufrido. No le dije lo perdido que estaba. Aparenté una normalidad que no sentía para que no se sintiera preocupada.

Le conté como un par de meses antes se lo había contado, primero a mi hermano y luego a mi hermana. Como los primeros en saberlo fueron Roxana y Samuel por casualidad. Y le hablé de la homosexualidad.

Para ella era un mundo ignoto. Tenía en aquel momento 72 años y los "maricones" formaban parte de esa parte de la sociedad que había que rehuir. Durante toda su vida le habían enseñado que eran desviados de la normalidad, asociales que había que evitar y repudiar, pero a pesar de ello escuchó y preguntó. Le llevé un libro que había comprado para mi hacía unos meses: "Mis padres no lo saben". Lo compré pensando que me ayudaría a encontrar la forma de decírselo, pero no lo hizo. Era una recopilación de historias sobre la situación en que viven muchos gays, desde los que viven en el armario hasta temas como la adolescencia y las relaciones con sus padres. A mi no me sirvió, pero a mi madre sí. Me lo devolvió con párrafos subrayados y me dijo que le había servido mucho para entender muchas cosas.

Han pasado casi tres años de aquel momento y lo recuerdo como si fuera ayer. No sé lo que sintió mi madre aquel día, pero probablemente ella tampoco sabe lo aterrado que estaba yo. Tuve la suerte de que fue capaz de asimilarlo y apoyarme desde ese momento, y aunque no le contaba todo, al menos podía hablar mirándola a los ojos. A esos ojos que se quedaron sin vida durante unos momentos cuando se lo dije.

A esos ojos.

A los de mi madre.