Ya conté hace un tiempo como conocí a Samuel y Roxana viajando por la India hace justamente ahora tres años. En ese post relataba como nos conocimos y como los eché de menos cuando se fueron, pero como la intención del post era relatar mi primera salida del armario, me salté una de las más entrañables historias que he vivido en mis viajes.
La casualidad hizo que viajáramos juntos unos diez días por el Rajastán, pasando nuestros últimos días juntos en Udaipur, desde donde nos despedimos prometiendo vernos de nuevo en Madrid a mi vuelta. Sus vacaciones eran mucho más breves que las mías y yo me iba desviar por algunos pueblecitos del sur del Rajastán poco transitados por los extranjeros para disfrutar de una India más real. Ellos tenían ya sólo unos pocos días y querían dedicarlos a visitar tres de los lugares más emblemáticos de la India, Jaipur, Agra y Varanasi, a los que también acudiría yo, pero mucho más tarde.
Aproximadamente dos semanas después llegué a Varanasi (Benarés) tras haberme salido de la mayoría de rutas turísticas y dispuesto a dejarme empapar de la religiosidad de la ciudad más sagrada de la India. Varanasi vive de cara al río sagrado y toda la actividad de la ciudad bulle en torno a él. No se puede entender la ciudad sin el río. Y la India sin Varanasi.
Tras dejar la mochila en el hotel y ya a punto de anochecer, me dirigí hacia el río con intención de disfrutar del crepúsculo y una visión de la ciudad nocturna desde el río. En el silencio de la noche, sólo roto por el golpear de los remos sobre el agua recorrimos los fantasmagóricos ghats y nos dirigimos lentamente hacia la gran ceremonia de Aarti que se realiza todos los días al anochecer. Cientos de personas se congregan en tierra alrededor de los oferentes mientras multitud de barcas lo siguen desde el río. Los tambores resuenan en la noche acompañados de campanas, y el sonido cautivante de los mantras monótonos envuelven en un aura de respeto a los observadores que no pueden evitar sentirse parte de la ceremonia. Agua, fuego y rezos se mezclan para dar las gracias a la diosa Ganga, que responde reflejando la luz en su superficie turbia mientras en el aire el incienso y el sándalo inunda nuestros sentidos del aroma a India.
Pocas horas tuve de sueño pues había quedado con mi remero, Sabal, para salir de nuevo antes del amanecer y contemplar el ritual de purificación de la gente en los ghats, esas escalinatas ancestrales que se hunden en el río y donde todas las mañanas los fieles bajan a purificar sus pecados bañándose en el río sagrado. Gentes de todas partes de la India peregrinan para poder bañarse en sus aguas al menos una vez en la vida; para realizar las abluciones que limpian el karma y permiten avanzar en el ciclo de reencarnaciones. Familias enteras descienden las escalinatas y penetran en el río entre rezos musitados y espiritualidad contenida. Junto a ellos, chiquillos revoltosos se limpian la suciedad del suelo donde han dormido, entre juegos y risas confiadas.
Toda la orilla a lo largo de varios kilómetros se convierte en una marea de gente que sube y que baja las escalinatas, de jóvenes monjes practicando yoga en clases colectivas y brahmanes rezando los textos védicos ante un círculo de seguidores. Los santones, inmersos en su mundo interior, continúan recitando sus mantras interminables entre complicados rituales, ajenos al bullicio que los animales libres provocan a su alrededor en un deambular perezoso.
En el río las lámparas de aceite ofrendadas por los peregrinos se alejan de la orilla entre guirnaldas de flores y restos de jabón. Falta poco para el amanecer y la ciudad ya está despierta.