lunes, 26 de septiembre de 2011

Descubriendo Angkor (3ª parte)


Aunque quería haberme levantado temprano y acudido a ver el amanecer en las ruinas, el esfuerzo del día anterior, la tormenta y el descenso de la montaña en la oscuridad hicieron que dejara escoger a la naturaleza la hora de despertarme. 

Un sol tímido se metió en mi cama y jugueteando con mi cara adormilada desperezó mis maltrechos músculos que sólo reaccionaron bajo la cálida agua de la ducha. Un desayuno junto a la piscina y el frescor matutino en ese pequeño oasis verde terminaron de hacer el resto. En la puerta Mr. Sai me esperaba de nuevo con la sonrisa y el tuk-tuk preparado para partir, hoy ya sin guía y dispuesto a disfrutar por mi mismo de cientos de rincones por descubrir.

El día anterior había realizado lo que llaman el circuito pequeño, que engloba los dos templos más importantes (Angkor Wat y el Bayon) y unos cuantos templos cercanos a ellos. Para este día decidí realizar el gran circuito, que abarcaba algunos de los templos más alejados y algo menos masificados.

Empezamos por el Prasat Kravan, un templo aislado en un paraje verde junto a un pequeño lago que después de los enormes complejos del día anterior parecía la versión minimalista del arte jemer. Solo cinco torres alineadas que ocultaban en su interior unas espectaculares tallas de ladrillo representando a Visnú.

Nos dirigimos después al Banteay Kdei, un antiguo monasterio budista formado por paredes concéntricas y patios semiderruidos con columnas labradas que me recordaron vagamente a los templos egipcios. Los árboles circundantes dejaban en sombras la mayoría de los claustros creando una atmósfera mágica y silenciosa sólo rota por el inoportuno aparecer de algún turista por una puerta abovedada. Por las esquinas multitud de tallas de apsaras de delicado trabajo contemplaban mi paseo, mudas ante mi fascinación. En el exterior me encontré una inmensa piscina de abluciones reservada para el rey y sus esposas, precedida de un montón de puestos de recuerdos para turistas, y que me permitió compartir una divertida conversación con una vendedora de libros ocurrente e ingeniosa con la que acabé tomándome un refresco y riendo sin parar.

El Pre Rup fue la tercera parada del día. De tres niveles de altura y coronado por cinco torres con forma de loto es un claro exponente de los templos-montaña a los que se asciende por enormes escalinatas hasta la plataforma superior. Mientras subía, embobado por su tamaño, me cruce con Carmen y María, las granadinas que el día anterior compartieron puesta de sol y tormenta conmigo en el Phnom Bakheng. Me contaron como habían llegado empapadas a su hotel, pues ellas había ido a las ruinas en bicicleta. Hoy llevaban tuk-tuk.

El Mebon Oriental, una versión reducida del Pre Rup y que en tiempos estuvo en el centro de una piscina hoy seca, mereció una corta visita en la que admirar las estatuas de elefantes que flanqueaban las esquinas de las plataformas. De allí me dirigí hacia el Ta Som, un pequeño templo budista con preciosas puertas y patios tomados al asalto por la jungla y con una atmósfera íntima que me encantó. Una de las puertas estaba totalmente fagocitada por un inmenso árbol cuyas raíces han penetrado la piedra hasta no saberse quien sostiene a quien. 

Para acceder al Preah Neak Pean, mis siguiente parada, una pasarela de madera cruza un espectacular paisaje en el que los árboles brotan de las aguas que lo circundan. Las lluvias del día anterior habían removido el lodo arcilloso del fondo dando una tonalidad ocre al agua y que contrastaba con el verdor de los árboles que surgían de la zona inundada. La luz que se abría a duras penas camino entre las ramas y que se reflejaba en las aguas anaranjadas creaban un paisaje feérico y misterioso en el que pude percibir nítidamente el sonido de una libélula que a modo de reina de las hadas me llevó hacia el interior del templo.

En realidad el Preah Neak Pean no es un templo sino una gran piscina cuadrada rodeada de otras cuatro formando una cruz y conectadas entre si por surtidores con formas de animales. En el centro una isleta central redonda formada por las colas entrelazadas de dos serpientes soportan el pequeño templo que da nombre al conjunto. Nada más entrar un chico joven de unos quince años se me acercó para venderme marionetas mientras su hermano pequeño me tiraba de la manga para que le enseñara las fotos. Arrodillado a su altura para que viese la pantalla le mostré algunas de las fotos que había tomado ese día y su risa cristalina brotaba sin parar cada vez que reconocía un lugar señalándole a su hermano las fotos y diciendo en voz alta el nombre de los templos.

Me despedí de ellos y empecé a rodear las piscinas cuando de repente y sin previo aviso el cielo pareció desplomarse sobre nuestras cabezas. Una lluvia torrencial empezó a anegar todo y sin tener ningún sitio donde guarecerme sólo pude sacar mi pequeño paraguas de viaje e intentar soportar estoicamente el diluvio que amenazaba con ser eterno. Vi pasar entonces por delante mio a los dos chicos que con risas y las marionetas en la mano subieron por una brecha en la ladera de arcilla y se perdieron entre la espesura. Mi paraguas, escaso de tela y válido sólo para una lluvia suave empezó a calar pronto y pensé que si aquello no escampaba rápido tendría que salir de allí nadando. En ese momento oí la voz del chico de las marionetas que desde lo alto me llamaba y con gestos me animaba a subir hacia los árboles.

Escalé como pude la ladera arcillosa y lo seguí entre la espesura hasta un pequeño refugio que bajo unos plásticos tenían preparado. Toda la familia se encontraba allí guarecida del temporal y me hicieron un hueco para que me protegiera. El niño pequeño, señalando mi cámara le dijo algo a su madre que no entendí pero que pude imaginar pues su excitación era palpable. Su madre, con la cara medio desfigurada por quemaduras que le paralizaban el lado izquierdo me sonrió pero no dijo nada. A mi lado el abuelo, absorto en la contemplación de un libro, desgranaba como una salmodia la lectura de un texto probablemente religioso mientras el padre, con los ojos cerrados asentía cada versículo. Mientras esperábamos a que la lluvia parase saqué unos caramelos de regaliz extrafuertes que suelo llevar para despejar la garganta y se los ofrecí intentando explicarles por gestos lo que iban a notar. Al poco de chuparlos todos empezaron a advertir sus efectos y lo comentaban asombrados entre risas y gestos con la mano como si les quemara la garganta, pues no estaban acostumbrados al frescor que producen este tipo de caramelos.

Por fin cesó la lluvia y con una sonrisa y un gesto de agradecimiento me despedí de ellos para dirigirme hacia mi última parada, el templo de Preah Khan. Es uno de los más grandes de todo el complejo de Angkor, con un edificio principal de casi un kilómetro de largo y que se encuentra salpicado de estrechas galerías y múltiples patios semiderruidos donde descubrir mil y un rincones espectaculares. Fuentes, bibliotecas, apsaras, garudas y todo tipo de tallas hacen de este templo una visita fascinante en la que invertí más de dos horas dejando al preocupado Mr. Sai pensando que me había perdido. Creo que examiné casi cada rincón del templo saliéndome de la vía principal que siguen todos los turistas y saltando por encima de las piedras para acceder a ignotos patios no accesible de otra forma.

En una de estas escaladas por entre los escombros y estando casi al final del templo, resbalé en una piedra húmeda y una de mis chanclas, que había soportado todo un viaje de penurias y el "robo" en el Palacio Real de Phnom Penh, se rompió dejándome descalzo en lo alto de un montón de piedras y casi a dos kilómetros de mi tuk-tuk. Intenté arreglarla pero fue imposible y emprendí el regreso con la chancla rota. Pronto me di cuenta de que no podría andar esa distancia con el calzado en ese estado y opté por descalzarme del todo. Caminé entre las ruinas descalzo mientras los demás turistas con los que me cruzaba me miraban como si estuviera loco, pero por un rato yo me sentí tan salvaje como Mowgli en el templo de los monos sin memoria.




























jueves, 15 de septiembre de 2011

Anonimato


Creo que alguna vez he comentado que soy una persona previsora que le gusta adelantarse a los problemas para así poder reaccionar de la mejor forma posible cuando el dilema se presenta. En realidad esta conducta lo que hace es ocultar mi miedo a no responder correctamente a una situación inesperada, a quedarme bloqueado, incapaz de tomar una decisión coherente que solvente el momento. Y uno de los temas que ronda mi cabeza últimamente es el tema del anonimato.

Cuando empecé a escribir este blog y Blogger me pidió una descripción escribí sin pensar:

Puedes llamarme Parmenio. Descubrí que era gay hace poco. A los 40 años. Vivo en España. El lugar concreto importa poco.

Ha pasado año y medio de ese momento y lo que escribí en aquel momento sigue siendo válido hoy. Es un nombre bonito pero no me llamo Parmenio. Nunca he dicho mi nombre auténtico en el blog ni he mencionado donde vivo, aunque quizá rastreando todo lo que he escrito durante este tiempo se pueda intuir. He procurado no nombrar sitios concretos ni lugares de mi vida cotidiana aunque todo lo demás que he escrito, salvo los nombres de las personas, es real. Cada situación que describo ha ocurrido siempre tal y como la cuento, y si las leyesen alguno de sus protagonistas las podrían reconocer en todos sus detalles. O quizás no, porque mucho de lo que relato está pasado por el tamiz de mis sentimientos y bajo el velo de mi mirada.

Es altamente improbable que ninguno de ellos alcance a leerlo, pues el número de personas que pasan por este blog diariamente, aunque para mi ego son una cantidad altísima, en realidad son muy pocas como para darse la casualidad de que uno de ellos encontrase el blog. ¿Entonces por qué oculto esta información? ¿qué pasaría si dijera donde vivo? Pues que los lectores de mi ciudad se fijarían más y las difusas referencias pasarían a ser obvias para los ojos interesados.

Yo no vivo en un Madrid o un Barcelona donde los millones de personas anonimizan automáticamente a cualquiera que no quiera ser reconocido. Aquí, una ciudad mucho más pequeña, el comportamiento se asemeja más al de un pueblo. Cuando salgo por los escasos bares de ambiente y me fijo en alguien, casi siempre alguno a mi alrededor lo conoce o conoce a quien lo conoce. Y con quien ha salido. Y con quien se ha acostado. Y la marca de champú que utiliza en la ducha.

Nunca me han interesado los cotilleos ni las historias de los demás que no me han contado directamente los interesados. Pero debo ser el único, pues si saludo en un bar a un chico, la pregunta que me hacen siempre es ¿te has acostado con él? Yo intento explicar que me gusta conocer gente y que no siempre me acuesto con todos los que conozco, que para mi muchas veces es suficiente una cerveza y una sonrisa. Pero no se lo creen.

Si algún día alguien de mi ciudad se acercase y me preguntase ¿eres Parmenio? no se que haría. Me gustaría poder decir ¡sí, claro! y comentar muchas cosas que cuento aquí. Sería una forma fabulosa de conocer gente y compartir esos momentos que tanto han significado para mi. Y ellos me contarían como ven desde fuera mis problemas. Sería una fabulosa forma de conocer gente.

Pero creo que no sería así.

Sólo serviría para que identificasen a todas las personas de las que he hablado durante este tiempo. Y probablemente les gastarían bromas crueles aprovechando lo que cuento de ellos. ¿Cómo podría entonces escribir mi realidad sabiendo que alguien podría sufrir por ello? A partir de ese momento mediría cada palabra que escribiese hasta despojar totalmente de sentido de descarga emocional su contenido, convirtiendose más en un sufrimiento que un desahogo.

Una vez más estoy en el armario.

En el armario bloguero.


domingo, 4 de septiembre de 2011

Perfiles


Cuando entré en mi primera web de perfiles gay, aún no hace ni tres años, la sorpresa por descubrir un mundo nuevo me nubló el entendimiento y quedé fascinado por esa colección de rostros que me miraban burlones, como retratos de nobles que te precedieron en el linaje familiar y que contemplas intentando descifrar sus vidas a través de sus miradas.

Sólo miraba sus rostros, uno detrás de otro, intentando ver en sus rasgos algo que los delatara como homosexuales y, sobre todo, algo que los diferenciara de mi, un hombre asustado que aún no había aceptado la verdadera realidad de su sexualidad. Fueron cientos los que pasaron por mis ojos, de todas partes y de todas las edades, y yo los miraba entre aturdido y embelesado ante la cantidad de gente que se identificaba con toda naturalidad como homosexual.

Empecé a leer un poco lo que escribían, pequeñas historias, retazos de deseos, ansiedades y sueños, vidas en miniatura. Descubrí que muchos de ellos también tenían miedo como yo. Vivían deseando encontrar a alguien pero rezando para que no los reconociera nadie. Otros en cambio disfrutaban de un desparpajo envidiable y un sentido del humor delicioso que lograban que esbozase una pequeña sonrisa y relajase mi corazón encogido.

Con el tiempo me he ido acostumbrando a este tipo de páginas. Ahora en lugar de pasar fotos apresuradas buscando una belleza idealizada en mi subconsciente, leo lo que tienen que contar de si mismos, sus aficiones, sus lecturas, sus anhelos y también, ¿por qué no? sus morbos y fantasías sexuales.

Pero también me he encontrado con frases y textos despreciativos e hirientes. Leo perfiles de jóvenes de 18, 20 ó incluso 25 años que despachan sus descripciones con "awuelos y papis no molesten y quédense callados y en sus casas", "viejos de más de 30 fuera de mi vista" "si tienes más de 28 paso de ti y tus arrugas". ¿Tan difícil es indicar que tus preferencias abarcan un rango de edad y que no te apetece quedar con gente de edades superiores? ¿Hay que ser ofensivo y despectivo para demostrar que no tienes interés?

Me sorprende el desprecio que se esconde detrás de esas palabras. Precisamente en un colectivo maltratado y humillado durante tanto tiempo, encontrar ese tipo de frases por parte de sus miembros me parece un sinsentido y lo que es peor, un olvido de que si ellos ahora gozan de la libertad actual para mostrarse y ser aceptados en la sociedad, eso se debe a lo que lucharon y padecieron esos "papis y awuelos" que hoy con desdén menosprecian.

Otras frases recurrente que me suelo encontrar son del tipo "las plumas en el gallinero", "plumíferos no", "paso de plumas y aves varias", "si tienes pluma vuelve al corral" o "me gustan los hombres, no las gallinas". Podría seguir escribiendo ejemplos porque las variaciones de la frase son infinitas y el prejuicio que hay detrás me asombra, como si a mi si no me gustaran los altos los llamara "gigantes desproporcionados", a los bajitos "tachuelas con patas" o a los rubios "pelo oxigenado de cerebro derretido". La lista de insultos puede ser todo lo creativa que quieras y abarcar cualquier sector de la población, pero ¿qué gano mofándome del que la tiene? Yo no tengo "pluma" y no me atrae en un hombre, pero no me siento ni superior ni diferente por no tenerla. De hecho, alguna vez he pensado que si la hubiese tenido a lo mejor habría reconocido mi sexualidad mucho antes.

Un tercer grupo también abundante en estas páginas de perfiles son los que dan la callada por respuesta. Cuando alguien les escribe miran su perfil y si no les gusta simplemente le ignoran. Detrás de cada mensaje hay una ilusión y el esfuerzo de alguien que ha vencido su miedo al rechazo y ha volcado sus esperanzas en una foto. Dejarle esperando una respuesta que nunca llegará me parece de una crueldad innecesaria y gratuita. Un "muchas gracias por fijarte en mi y por tu interés, pero no lo comparto, espero que la siguiente vez tengas más suerte" decepcionará pero mantendrá incólumes las esperanzas de acertar en el futuro. No cuesta nada ser amable.

A pesar de todo ello sigo defendiendo este tipo de páginas. Gracias a ellas he conocido a algunas personas maravillosas como Tony, Flavio, Calvin, Jasper o Alejandro. Gracias a ellas vencí mi timidez y me permitió acercarme a gente en un momento en que estaba perdido y sin saber que hacer. Gracias a ellas encontré un punto de partida y algo a lo que aferrarme.

Puede que no sean perfectas y me encuentre muchos fracasos por el camino, pero como las cartas de navegación de Colón, a mi me dieron un rumbo hacia el que navegar con destino a un nuevo mundo.